Cuando las sombras cubrieron el terreno helado, la patrulla
alcanzó las puertas de Siikajoki. Los preparativos de la batalla habían sumido
a la ciudad en una anarquía: ciudadanos temerosos, soldados de gatillo fácil,
comerciantes que abandonaban el lugar en carromatos y mercenarios que buscaban
la manera de enrolarse en el ejército del mariscal Klingspor para ganar un
plato de lentejas. Colérico, Stark observó los edificios de piedra y los
tejados que sobresalían por encima de las murallas; había tardado más tiempo en
pasar los malditos controles suecos que en llegar a la villa.
Un centinela armado con una carabina detuvo el avance del
convoy. Tendría, como mucho, dieciséis veranos. Otro cabeza cuadrada que,
vencido por el honor, se habría alistado voluntario para defender su patria.
—¿Quiénes diablos son ustedes? —inquirió de mala manera—.
No está permitido entrar a la ciudad a estas horas.
El sajón fue cortante; los pelagatos que se tomaban su
trabajo demasiado en serio le hinchaban las narices.
—Cierra el pico y déjanos pasar —rezongó—. Llevamos todo el
día a lomos de nuestros caballos y nos duelen las nalgas. No quiero perder el
tiempo dando explicaciones a un mocoso como tú.
Los finlandeses estallaron en carcajadas. Humillado, el
muchacho se sonrojó como un tomate.
—¡Levante las manos!
—gritó mientras lo apuntaba con el fusil—. ¡Queda detenido!
El jefe de la guardia, atraído por el escándalo, al
reconocer al grupo del sajón, intervino con prontitud:
—¡Baja la puta carabina, idiota! —bramó mientras le
asestaba un guantazo que estuvo a punto de arrancarle la cabeza de los
hombros—. Perdona, Konrad —se disculpó—. Esta mañana he recibido un grupo de
recién salidos del cuartel que no sirven ni para limpiar la mierda del palo de
un gallinero. ¡Están más verdes que un niño en la teta de su madre!
Stark se echó a reír.
—No te preocupes, compadre —dijo—. Una hostia como la que
le acabas de dar convierte en un hombre a cualquiera en un santiamén.
—Pasad —invitó mientras se abrían las grandes puertas de
acero—. No os quedéis a la intemperie.
Stark le guiñó un ojo mientras le pasaba subrepticiamente
una pequeña bolsa de plata. Gracias a aquella suma, nadie se molestaría en
registrar los carromatos. El jefe de la guardia, al igual que la mayoría de los
militares, tenía un precio.
—Gracias, compañero.
El convoy se adentró por la calle principal de la ciudad
con lentitud, ignorando a las personas que avanzaban por todas partes. El
sonido de las herraduras resonó sobre el empedrado. Los faroles y las antorchas
proporcionaban una irradiación mortecina a las viviendas. La ciudad apestaba a
miedo; todos temían a los rusos que acampaban en las inmediaciones del río
Siikajoki.
Nevaba ligeramente, cubriendo las avenidas de blanco. Stark
se dirigió hacia la parte alta del barrio, introduciéndose por una serie de
callejuelas estrechas. Conocía los suburbios a la perfección; no en vano había
pasado las últimas semanas desplumando a las cartas a los incautos de la zona.
Ojos desalmados los observaban desde la penumbra; ningún ladrón se atrevería a
atacarlos mientras fueran en grupo. Finalmente, cuando les faltaba poco para
llegar a la casa del prestamista, una desagradable sorpresa les heló la sangre
en las venas.
—¿Pero qué coño…?
Una docena de soldados fuertemente armados los esperaba al
doblar la esquina. Sin darse cuenta, el sajón llevó una mano a la pistola
enfundada en el cinto. Por las expresiones hoscas y circunspectas de los
suecos, aquellos desgraciados llevaban un buen rato esperándolos. Stark estuvo
tentado en abandonar el pescante y salir por piernas pero no podía dejar a sus
hombres en la estacada. Con tranquilidad, se detuvo a unas treinta varas del
cabecilla del grupo; un teniente por las charreteras que llevaba sobre los hombros.
—Buenas noches, señores míos —saludó—. ¿En qué puedo
servirles?
Un individuo calvo y gordo, emperifollado como una fulana y
de aspecto avieso, dio un paso adelante a la vez que mascullaba:
—Menos monsergas, Stark. Sabemos que has robado a los
rusos. El contenido del convoy pertenece al Estado.
El sajón apretó las mandíbulas. Se encontraba frente al
intendente de los ejércitos de Klingspor. Según los rumores que había escuchado
en las tabernas, aquel cretino solo entendía de números y estadísticas.
Implacable, severo y cruel como pocos, los soldados las pasaban canutas para
recibir una simple bandolera.
Stark se hizo el tonto.
—¿Perdona? No sé a lo que te refieres, compadre.
El gordo enarcó las pobladas cejas.
—Lo sabes mejor que nadie, Stark —escupió con desprecio—.
Uno de los espías del regimiento te vendió información confidencial sobre las
rutas de abastecimiento del enemigo. El muy idiota, gracias al oro que le
diste, pilló una borrachera monumental en un lupanar. Por suerte, la chica que
había contratado era una fervorosa patriota y no tardó en comunicarlo a las
autoridades pertinentes.
Aunque todo estuviera en su contra, Stark se desternilló de
risa.
—Por supuesto —se burló del intendente—. La zorra ama a su
patria mientras se abre de piernas por unas míseras monedas... ¡Conmovedor!
A ninguno de los suecos le hizo gracia el chiste.
—Bajad del carromato ahora mismo—ordenó el oficial mientras
le enseñaba unos gruesos grilletes—. Quedan todos detenidos por asesinato, robo
y malversación de fondos del Estado.
El intendente se encontraba rebosante de satisfacción.
Stark detestaba a aquella clase de individuos ambiciosos, miserables y
amargados que solo disfrutaban haciendo la vida imposible a los demás.
Envidiaban su inteligencia, arrojo, valentía, talento para los naipes,
virilidad y suerte con las mujeres. Una bala en mitad de los ojos era el mejor
modo de tratar con ellos.
—¿Asesinato? —zumbó—. ¿Desde cuándo liquidar a los
invasores se considera un crimen? ¿Tiene algún cargo más guardado en la manga o
los improvisará conforme me conduzca a prisión?
El sajón no pensaba terminar sus días bailando en el
extremo de una cuerda. Sabía que, aunque la guerra estuviera llamando a las
puertas de la villa, los suecos encontrarían tiempo para ejecutarle.
El teniente arrastró las palabras:
—Cierre la boca o tendrá motivos para lamentarlo, Stark.
Este apretó el puño del mandoble.
—¿Quién va a hacerme callar? ¿Usted?
El aire estaba cargado de tensión. Por el rabillo del ojo,
Stark vislumbró a sus hombres. Los soldados estaban tan atentos a su persona que
habían olvidado al resto de la patrulla. Inesperadamente, Carl se levantó de un
salto y disparó a bocajarro contra el oficial.
—¡Púdrete en el Infierno, hijo de perra! —exclamó.
El teniente salió despedido hacia atrás con el cuello
perforado por la detonación. De inmediato, la calle devino en un caos de
gritos, estampidos, blasfemias y amenazas. El intendente, aterrado, tomó las de
Villadiego. Los mercenarios, furiosos, se batieron contra los suecos sin el
menor remordimiento. Carl fue el primero en morir; una descarga le arrancó
parte de la mandíbula y arrojó su cadáver entre los garañones que tiraban del
carromato. Maldiciendo, el sajón abandonó su posición y se puso a cubierto lo
mejor que pudo detrás de las ruedas. Otro de los finlandeses pereció con la
cabeza destrozada. Balas picotearon el asiento y los ejes de madera. Astillas
salieron despedidas por los aires y le golpearon el rostro, encegueciéndolo.
Con la cara cubierta de sangre, luchó por recuperar el control de sus sentidos.
Ardía de rabia y lo único que anhelaba era llevarse por delante a todos los
rivales que pudiera. Un tercer mercenario cayó con los pulmones atravesados.
Acorralado, en inferioridad de condiciones y con la vida
pendiendo de un hilo, a Stark no le quedó más remedio que poner pies en polvorosa.
Dejó atrás el convoy y, a duras penas, se introdujo por una calle adyacente. Un
disparo le arrancó un gemido de sufrimiento; la bala le había lamido la cadera.
Unos palmos más a la izquierda y lo hubiese traspasado de parte a parte. A
trompicones, se quitó la bufanda del cuello e hizo presión contra la herida
para contener la hemorragia. Al llegar al final de la callejuela, escuchó unos
juramentos. Volvió la cabeza: tres soldados provistos de mosquetes se habían
lanzado en su persecución.
—¡Solo queda uno! —chilló un sueco espoleado por la fiebre
de la caza—. ¡Acabemos con este bastardo!
Perdiendo sangre, corrió como un loco durante un espacio de
tiempo que le resultó interminable. El enemigo, pegado a sus talones, no cedía
un ápice de terreno; solo regresaría a la guarnición cuando le llenaran el
cuerpo de plomo. Avanzó hacia la izquierda, después dobló a la derecha y por
último, se encontró delante de una pequeña y destartalada iglesia. Frenético,
echó un vistazo a su espalda. La calle, por el momento, se encontraba vacía. No
podía seguir huyendo, tarde o temprano terminarían por darle caza; necesitaba
un refugio.
—Que sea lo que Dios quiera...
Stark rodeó el edificio y tropezó con una puerta. Reuniendo
las escasas energías que le restaban, se arrojó contra la misma. La madera
emitió un crujido y tembló hacia dentro. El impacto le dejó del hombro
entumecido. Ignoró el dolor y volvió a embestir la entrada. La cerradura saltó
en pedazos y le permitió acceder al interior de la iglesia. Con el corazón bombeándole
salvajemente en el pecho, penetró en el edificio y cerró la puerta apoyándose
en ella. Con el pistolón en la zurda, aguzó los oídos; los suecos pasaron
delante de su posición y desaparecieron en la noche.
Exhausto, Stark se dejó caer al suelo. Estudió su entorno:
se encontraba en una estancia a oscuras bordeada por toneles de vino que, a
través de un estrecho pasillo, conectaba con la parte posterior de la capilla.
Tragó saliva para aclararse la garganta seca; la carrera lo había dejado con
una sed espantosa y el cuerpo empapado de sudor. Un odio visceral encendía sus
entrañas como el fuego; no descansaría hasta abrirle la cabeza a aquel
condenado intendente.
Comprobó el alcance de las lesiones; por fortuna, el balazo
que había recibido en la cadera había cesado de sangrar. Mareado, se puso en
pie y utilizó una barrica para atrancar la puerta. Después, se echó un largo
trago de vino al coleto. El alcohol, junto a la pérdida de sangre y el
cansancio, le produjo una profunda modorra. Lamentaba la muerte de sus hombres;
el destino había escupido en la cara de aquellos pobres desgraciados. Stark
cerró los párpados y, empuñando la pistola cebada, se rindió al sueño.