La Tierra ya no existe. Aquella manera
de vivir fracasó y se estranguló con sus propias manos.
Ray Bradbury
Día primero. Primera Semana.
Algo
ha salido mal, he despertado antes de llegar a mi objetivo; la nave se ha
desviado de rumbo. En un principio supuse que una explosión, un asteroide, una
tormenta magnética o una lluvia de meteoritos fue el causante de aquel
desastre. Me equivoqué: todo estaba en regla. Al abandonar la cápsula de
criosueño, descubrí que solo llevaba tres meses de travesía. Había abierto los
ojos demasiado pronto: no debería haber llegado al Sistema Orión hasta finales
de marzo. Compruebo el estado de mis compañeros de viaje: los siete continúan
durmiendo; nada desvela sus plácidos sueños. Asustado, me dirijo a la Inteligencia
Artificial y lucho por obtener respuestas, pero la máquina me ignora. Intento
ponerme en contacto con la Estación Madre, hablar con los Técnicos de
Información que controlan la base de Plutón, cosa del todo imposible. Los
mensajes y las videoconferencias me son negados. No hay nada que pueda hacer.
Día segundo. Primera Semana
He
pasado una mala noche, apenas logré pegar ojo, horribles pesadillas desvelaron
mis sueños. Supongo que tanto tiempo en estado de hibernación me está pasando
factura. En la cabina principal, compruebo la trayectoria de vuelo, las
constantes vitales de mis camaradas, y las reservas de combustible y energía.
Vago por los pasillos pulimentados de la nave, confuso, sin saber cómo actuar:
en la NASA no me prepararon para afrontar una situación como esta. Siento que
las paredes, blancas e inmaculadas, absorben mis energías como una enfermedad.
Ausente, intento comer algo, pero mi estómago encogido me lo impide: una bilis
amarga se me agolpa en la garganta al intentarlo. Recuerdo a mi familia… o lo
que resta de ella; tuve que elegir entre la misión o mis responsabilidades como
marido y padre. Parece que tomé la peor alternativa: el egoísmo me ha llevado a
la ruina.
Día Tercero. Primera Semana.
A
través de una ventana panorámica, observo la negrura sin límites del cosmos;
las enormes nubes de polvo y gases que forman las nebulosas: hidrógeno, helio,
nitrógeno, oxígeno... Las estrellas que parpadean en su viaje, supergigantes
azules, gigantes rojas, enanas amarillas, que reflejan una parte del sufrimiento
que me corroe. Inconscientemente, he empezado a descuidar mi higiene personal.
Llevo tres días sin darme una ducha y apenas he probado bocado. Las galletas de
proteínas y las bebidas energéticas me producen repulsión. Delante del ventanal,
hipnotizado por la visión del universo, percibo que he cambiado. Con los ojos
enrojecidos por la falta de descanso, analizo mi cuerpo enfundado en un
ajustado mono de látex: hombros anchos, pecho amplio, caderas estrechas, brazos
y piernas largas. Mi ex mujer siempre me decía que mi imagen «era ideal para
los carteles de reclutamiento». Esbozo una sonrisa amarga ante la violencia del
recuerdo: nunca valoras lo que tienes hasta que lo pierdes.
Día Cuarto. Primera Semana.
Mi
mirada abarca doscientos millones de años luz delineados en el infinito. Los
cúmulos de estrellas, radiantes y misteriosas, de los sistemas Centauro y
Virgo, me muestran todo su esplendor. Aburrido, apretó un botón y amplío las
dimensiones del holograma: Ursa Mayor S, Ursa Mayor N, Fornax I, Eridanus,
Virgo M, Virgo W, Antlia, Telescopium, Hydra, A3565, Pegasus, Cáncer. Compruebo
las coordenadas ecuatoriales, las coordenadas supergalácticas, la distancia de
años luz que existen entre ellas y las supercluster a las que pertenecen. Apago
el aparato y salgo de la estancia: no soporto estar encerrado dentro de la Sala
de Estudios. Durante un momento, tengo la tentación de volver a la cabina de
vuelo, intentar ponerme en contacto con mis superiores, pero la futilidad de la
idea me hace un nudo en el vientre: sé que no podré conseguirlo. Camino hacia
la cola de la nave, al cuarto de máquinas, con la idea de echar un vistazo a
los motores. Una corriente de aire me acaricia la nuca y me pone los pelos de
punta. Me vuelvo y busco una pistola en mi costado vacío. Tenso, escudriño el
pasadizo, sin ver nada anormal. Durante un segundo tuve la impresión de que me
observaban.
Día Quinto. Primera Semana.
Empiezo
a plantearme qué será de mi vida. Estoy solo, flotando a millones de kilómetros
de casa, atado a una nave espacial, sin rumbo entre las estrellas distantes. No
puedo regresar a Plutón, ni cambiar el rumbo de la travesía, ni siquiera tomar
un Trek de salvamento para abandonar este montón de chatarra. Siento como el
peso del futuro se desploma sobre mi espalda, arrancándome la cordura,
llevándome al límite de la desesperación. Las horas pasan, interminables, a
cámara lenta, consumiendo mis esperanzas de volver a la Tierra. He recorrido
todos los rincones de la nave, conozco sus salones, camarotes, cuartos y
habitáculos, como si formaran parte de mi fisonomía. Empiezo a pensar de manera
extraña, sin autocontrol; la idea de suicidarme viene una y otra vez. Sacudo la
cabeza e intento olvidar aquellas lúgubres reflexiones, no son propias de un oficial
de mi categoría; me avergüenza pensar de esta forma. Me detengo delante de las
cápsulas de criosueño y contemplo a mis camaradas, vencido por una envidia que
no puedo controlar. ¿Por qué ha tenido que sucederme esto a mí? Cierro los ojos
y me muerdo los labios hasta que brota la sangre: deseo exterminarlos a todos.
Día Sexto. Primera Semana.
Anoche,
derrotado por el peso de los tranquilizantes, supe que no sobreviviré a este
viaje. Saber que estoy condenado de antemano me deprime: siempre he amado la
vida sobre todas las cosas; este derrotismo me está volviendo loco. Llevo toda
la jornada dentro del camarote, con las luces apagadas, tumbado sobre el
colchón de poliuretano, incapaz de conciliar un sueño natural. Por la mañana
elegí una película, un clásico del Siglo XX titulado Apocalypse Now pero, después de una hora de visionado, apagué la
pantalla: fui incapaz de resistir las imágenes; tanta belleza me hería el alma.
Ahora, debido a la soledad de mi entorno, el vacío del espacio exterior nutre
cada partícula de mi anatomía, destroza mi psique con sus bordes inmateriales y
quema mi espíritu sin remisión. Aferro los bordes de las sábanas: las lágrimas me
humedecen el rostro y descienden por las mejillas. Recuerdo a mi mujer, a mis
hijos, los campos de césped artificial de Central Park, los rascacielos
interminables de Manhattan, los días de Acción de Gracias con mis padres y
hermanos, las calles de Nueva York. Los lienzos del pasado no me aportan
consuelo; liberan los remordimientos que he atesorado desde que despegué de
Plutón y surqué el cosmos en busca de un nuevo amanecer.
Día Séptimo. Primera Semana.
Han
transcurrido siete días desde que desperté. Ha sido la peor semana de mi vida,
no me cabe ninguna duda al respecto; nunca había tocado fondo de una manera tan
patética. En la puerta del comedor, los escasos muebles destellan como espejos:
mesa rectangular de titanio, sillas de poliestireno, anaqueles de acero
anodizado, equipos de refrigeración transparentes y expendedoras de alientos
Hitachi, encuadrados por los tabiques curvos de la estancia. La nave fue
diseñada para siete u ocho tripulantes, ideal para los desplazamientos
interplanetarios; su estilizada figura es invisible a cualquier radar. Las
aristas cromadas del comedor dañan mis pupilas dilatadas; el efecto secundario
de los tranquilizantes comienza a manifestarse. Estuve tentado en comer, pero
de inmediato cambié de opinión; las pastillas me habían arruinado el apetito.
Intento dirigirme al disco selector, comportarme como hubiese hecho en el
pasado, pero fracaso estrepitosamente. Apenas actúo como un ser humano, el
aislamiento me ha arrebatado aquella necesidad biológica, guardo más cosas en
común con la Inteligencia Artificial, que con los de mi propia raza. Me derrumbo
de rodillas y lloro como un niño: es la primera vez que lo hago desde mi
divorcio.
Día Octavo. Segunda Semana.
Tengo
pesadillas constantes, sé que algo, o alguien, vigila mis movimientos a todas
horas. Al principio pensé que era una tontería, que la soledad y los
tranquilizantes conjuraban en mi contra… Me equivocaba, mi sexto sentido de
soldado jamás me ha fallado hasta la fecha: una presencia intangible camina
detrás de mí y desaparece antes de que me dé la vuelta. Examino la cabina de
vuelo desde el umbral de la puerta. La cámara hexagonal brilla: luces
parpadeantes, hileras de controles, pantallas llenas de dígitos japoneses,
mapas de navegación de tres dimensiones, sofisticados radares de fabricación
oriental. Los pozos de ventilación emiten un zumbido perenne. Reciclan el
oxígeno en un flujo constante que me permite respirar la atmósfera viciada por
el exceso de ozono. El aséptico entorno me recordó las oficinas de la NASA; una
sensación de rechazo inunda mi interior, odio los lugares deshumanizados. Tardo
en adaptarme al sistema de gravitación, el tiempo de criosueño ha mermado mi
capacidad motriz. Me arden las mejillas. Tenía que haberme esmerado con el
afeitado, pero prefería preocuparme por cosas más importantes. Descubrir a mi
adversario es mi máxima prioridad.
Día Noveno. Segunda Semana.
Tengo
tanto miedo… Pavor, pánico, terror, espanto, mientras acaricio la culata de la
pistola, recorriendo cada línea con manos temblorosas. Tantos años esperando
aquella misión, tantos años luchando en vano, tantos años fracasando, tantos
años sin respuestas, tantos años sin olvidar mis objetivos... Lo he perdido
todo, nunca hice nada correcto, mi vida es una broma, una comedia bufa. Por
ello debo matarme, de lo contrario, no me lo perdonaría jamás; no merezco otra
cosa sino una bala entre las cejas. Los reflejos del arma rebotan contra las
paredes azules, ominosamente, desgranando las horas que me restan. Mi tiempo se
agota, cada vez me queda menos, los capítulos se suceden rápidamente, página
por página, manchando mis manos de sangre. «¡El horror!», pienso. «¡El horror!».
Aquella fue la respuesta del coronel Kurzt: el horror a continuar vivo, el
horror a la locura, el horror a sus pecados, el horror a su propia grandeza…
¡Tengo tanto miedo! La nave continúa adelante y a penas logro esbozar un
pensamiento coherente. Una sombra pasa por delante de la puerta y se desvanece
en los pasillos adyacentes. Mi enemigo no tardará en mostrar sus cartas.
Día Décimo. Segunda Semana.
Desde
la ventana del camarote, las luces de neón parecen una película de escarcha,
arremolinándose como una tormenta holográfica, píxel tras píxel, encima de mis
retinas vidriosas. Me siento intranquilo. Un interrogante sin forma corroe mis
entrañas, haciéndome olvidar el sueño. ¿Qué me pasa? ¿Vuelvo a las andadas otra
vez? ¿Tan difícil es sentirme tranquilo? Un relámpago blanquecino rompe el
universo, rasgando las tinieblas veteadas de estática, y me hace estremecer de
la cabeza a los pies. Tengo miedo, pavor a los años vacíos que se acercan, no
quiero terminar aquí, pudriéndome en vida. El aislamiento me traspasa, hiere
las fibras más recónditas de mi interior, haciéndome plantearme el futuro,
haciéndome odiar el presente, haciéndome añorar el pasado. Pienso en acabar con
mis compañeros otra vez. No puedo hacerlo, he de reprimir mis instintos
asesinos, debo velar por la seguridad de todos ellos, es lo mínimo que merecen.
Vuelvo a plantearme el suicidio, tenazmente, meditando la manera adecuada de
hacerlo. Un tubo de somníferos estaría bien, sería una muerte rápida, natural,
no me enteraría de nada, sólo accedería al vacío, a la negrura que llena mis
pasos: me libraría de los remordimientos que me han arrebatado el alma. Me
pregunto qué estarás haciendo, cómo te sentirás, si habrás encontrado la
felicidad que buscabas, cómo estarán los niños, si aún me recuerdas... Aislado,
aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado, aislado...
Inspiro aire profundamente, luchando por vislumbrar las estrellas ocultas
detrás del cordón de pesadas nebulosas. Sonrío, al borde del caos, aplasto mis
preguntas contra el cristal empañado y cierro los ojos llenos de miseria:
lamento haberte dado la espalda cuando más me necesitabas.
Día Decimoprimero. Segunda Semana.
He
pasado toda la noche en vela, atento como un depredador, mirando por la ventana
del camarote. No podía dormir: estuve dos horas dando vueltas en la cama,
retorciéndome, desordenando las sábanas empapadas de sudor, a punto de
enloquecer. Finalmente, decidí levantarme, no me apetecía leer, no me apetecía
escuchar música, no me apetecía escribir. Una sensación de vacío, de futilidad,
de hastío total, clavó sus garras en mi esternón, como un parásito insidioso,
arrebatándome el escaso calor que albergaba. Me encontraba en un limbo
aterrador, flotando a la deriva, sin ningún atisbo de humanidad donde
aferrarme, perdido entre las estrellas lejanas. Cien mil millones de
kilómetros, distancias interminables, años luz imposibles, recreándome en la
nada, sumido en la entropía, flotando en un caleidoscopio infernal. Jamás me
había sentido así antes, tan desesperanzado, tan insensible, tan muerto
interiormente. Parecía una máquina, sin emociones, que se planteaba el porqué
de su insensibilidad, buscando un instante de paz. Intenté llorar, provocarme alguna
emoción, salir del pozo donde me ahogaba, sin éxito. Me limité a mantenerme a
flote, hice un análisis de los últimos años, rememoré muchas cosas que creía
que estaban enterradas, saqué a la luz los huesos marchitos que reposaban en mi
tumba, sin encontrar una solución satisfactoria. Primero pasó mi infancia, sin
grandes remordimientos ni pesares; más tarde mi adolescencia, una etapa que ha
perdido todo su esplendor; luego mi madurez, el momento en que conocí a mi ex
mujer, antes de desistir en mi empeño: vivir de mis cenizas no me conducirá a
ninguna parte. Llego a las mismas conclusiones de siempre: no he conseguido
nada, incluso el tiempo transcurrió más lentamente, mientras mi memoria
regresaba atrás, cristalizando las reminiscencias de las que me avergüenzo. Mi
existencia es una carga exasperante, una pérdida de tiempo, un sin sentido
absoluto. ¿Por qué tuve que nacer? ¿Por qué no puedo aceptarme? ¿Por qué no
termino con todo de una vez? Me gustaría imaginar que me restan esperanzas,
pensar que en algún lugar, cuando termine la travesía, existe un futuro para
mí, que alguien está esperándome para sacarme del abismo. Anoche, mi enemigo me
rozó el rostro mientras me adormecía: el bastardo cada día se siente más seguro
de sí mismo. Necesito un hacha para romper el hielo.
Día Decimosegundo. Segunda Semana.
He
recorrido la nave de un extremo a otro, fuertemente armado, buscando a mi
adversario, con la intención de matarlo o perecer en el intento. Después de
cinco horas, desistí en mi empeño. Sabe esconderse bastante bien, pero no podrá
conmigo; tarde o temprano saldrá a la luz, y estaré esperándolo. Al llegar al
camarote principal, compruebo que las cápsulas de criosueño han sido
desconectadas; todos mis compañeros han muerto. Llorando, acaricio los bordes
de gomaespuma y acero, mientras contemplo, impotente, los rostros inertes,
veteados de escarcha, que reposan detrás de los cristales empañados. Una furia
demencial me obliga a gritar como un poseso, destruyo todo lo que está a mi
alcance con las manos desnudas, al borde de la desesperación. Entonces lo
comprendo, llegó a la conclusión evidente: mi enemigo ha sido el causante de
este desastre. Aniquiló los circuitos de la nave, me acosó durante días,
exterminó a mis camaradas indefensos… Mi estado depresivo se desvanece,
reemplazado por la sed de sangre. Quedan muchas cuentas por saldar: aún queda
un hombre que pueda plantarle cara. Vuelvo a recorrer la nave, con los nervios
en tensión, espoleado por una fiebre asesina que escapa de mi control. Cada vez
que doblo un pasillo, que penetro en una habitación, que abandono una sala, o
recorro un túnel presurizado, tengo la impresión que se encuentra detrás de mí.
Su sombra me persigue, burlonamente, esquiva mis ojos inquisitivos y
acechantes; cree que es mucho más listo que yo. Si algún día alguien llega a
leer esto, si este diario cae en manos de algún explorador, soldado o piloto
espacial, puedo asegurarle una cosa: no moriré solo.
Día Decimotercero. Segunda
Semana.
Lo
he visto por primera vez. He conseguido localizar su escondite. Mi enemigo se
oculta entre las sombras: el cuarto de máquinas es su guarida, se siente a
salvo entre el rugido de los motores y los conductos de ventilación. Apenas
tiene forma humana, es poco más que una mancha de negrura, no posee ojos, ni
manos, ni boca; nada que me sirva como referencia. Es similar a una mancha de
tinta, tenebroso y malévolo, idéntico a la propia negrura; despide una maldad
que se pierde en los albores de los tiempos. Mi dedo se inclinó sobre el
gatillo. Intenté dispararle, meterle un proyectil de nitrógeno en el cuerpo,
pero fui incapaz de hacerlo; una extraña sensación de afinidad me lo impidió.
Sobrecogido, volví a la Sala de Estudios sin molestarme en mirar atrás,
maldiciendo mi propia cobardía. ¿Qué demonios era aquello? Mientras lo enfocaba
con el rifle de plasma, cuando el teleobjetivo infrarrojo se posó sobre su
figura, ni siquiera se molestó en desaparecer en las tinieblas. Temo que tenga
demasiado poder sobre mi persona, conoce todas mis debilidades y aspiraciones,
somos hermanos de sangre recluidos en un espacio común. La nave decidirá quién
será su último pasajero.
Día Decimocuarto. Segunda Semana.
Espero
a mi adversario junto a mis compañeros fallecidos. No pienso volver a buscarlo,
tendrá que venir a por mí, desafío, es hora de que decidamos quien de los dos
es más fuerte. Me encuentro lúcido, liberado de miedos. Una impresión de
tranquilidad me recorre los músculos doloridos y mi mente agitada: estoy
preparado para recibirlo. En rededor, la atmósfera se vuelve más pesada, un
frío glacial invade la estancia, ralentiza mis movimientos y acciones. Los
dados están echados y no puedo dar marcha atrás. Nuestra lucha se ha convertido
en algo personal e intransferible a terceros. Comprendo por qué tuvo que
aniquilar al resto de los tripulantes: nadie debe ser testigo de lo que
sucederá en pocos minutos. Hemos tardado catorce días en llegar a este punto
muerto, cada uno conoce las intenciones del otro, no es necesario que
alarguemos el momento, ambos estamos preparados para el último acto. Entonces
aparece: toma sustancia propia al final del corredor y avanza lentamente hacia
mi posición. Su masa informe oculta las cápsulas criogénicas con su sombra y
llega hasta mi silueta. Retrocedo, débil e insignificante, aterrado por su poder.
El arma tiembla, resbala de mis dedos y rebota contra las planchas de acero
corrugado, emitiendo un sonido seco. Mi enemigo crece conforme se aproxima, las
tinieblas ocultan las paredes inclinadas y nublan mi campo visual. Aparto el
temor y le planto cara: prefiero morir antes de mostrarle mis emociones. La
negrura que invade el corredor, se apodera de mi anatomía con sus tenebrosos
pliegues. Una sensación de frío, de soledad y vacío estelar, de galaxias
lejanas y civilizaciones distantes, de cúmulos nebulosos y soles ardientes, me
arrebata la cordura. Jamás imaginé que el cosmos pudiera albergar tanto dolor.
Flotando, demasiado cerca del olvido, demasiado lejos de mi naturaleza, obtengo
la última revelación. Todos estos días, durante horas y páginas en blanco,
había estado combatiendo contra mí mismo. Mi adversario, tal como lo he
denominado, era mi propia personalidad. Mi lado oscuro, las peores facetas de
mi ser habían cobrado sustancia propia, conforme la nave me trasladaba a Orión,
aumentando de poder y consistencia, a la vez que me hundía en la desilusión.
Intento gritar, escapar de mi destino, patalear y defenderme, pero las sombras
son demasiado fuertes. Cierro los párpados y me reconcilio con el destino que
me aguarda. El fin había llegado…