domingo, febrero 25, 2018

AGENTE EJECUTOR (PRIMERA PARTE)


Nadie puede escapar a su destino, pero tampoco nadie puede quitarnos el valor necesario para afrontarlo.

Poul Anderson

Nunca imaginé que mi primera misión de exterminio sería una basura. La Schneider es una Casa Madre corrupta capaz de cometer las peores atrocidades con tal de conseguir sus objetivos. ¿A qué nivel debo rebajarme para cumplir mi deber? ¿Dónde quedarán mis principios? Odiaría convertirme en un títere sin personalidad; una herramienta al servicio de oscuros intereses corporativos que no alcanzo a comprender.

Dorian Stark   


Corporación Schneider
Cuartel general
Los Ángeles, California
08.30 horas


Molesto, Stark cruzó las piernas. Vestía un ajustado mono gris de la Orden de los Centinelas con el logotipo de la Schneider grabado a la altura del hombro izquierdo y del corazón: el ojo humano impreso sobre la mano metálica. En su rostro afeitado, destellaba una mirada impasible. Deseaba prender un cigarrillo, pero pensó que no sería buena idea reunirse con su superior oliendo a tabaco; era su primera entrevista con el comandante Aries y deseaba causarle una impresión positiva. Al fondo de la estancia, un secretario trabajaba delante de un Hitachi. Apenas le había prestado atención desde su llegada.
«El Cuerpo está repleto de burócratas», meditó, mientras observaba las insignias de sargento con ribetes negros y plateados que llevaba el oficinista en el cuello. «Aquí tenemos a un calientasillas que no verá primera línea jamás».
Comprobó la hora: llevaba cuarenta minutos esperando. Impaciente, se aproximó a los ventanales panorámicos de fibra de vidrio y observó el exterior: Los Ángeles era una mixtura de cenizas en suspensión, rascacielos de acero y cristal, vehículos aéreos y publicidad incesante. La imagen caótica de la megalópolis exacerbó el nerviosismo que experimentaba: por fin habían decidido asignarle una operación de exterminio. A medio kilómetro de distancia, el tránsito matutino se aglomeraba formando nutridas columnas suspendidas en el vacío. Por primera vez en meses, había cesado de llover. La oleada de calor que golpeó la ciudad dejó un balance de quinientos treinta muertos. 
Stark unió las manos detrás de la espalda: se encontraba listo para afrontar lo que hiciera falta. Durante los dos últimos años, en la Academia Militar de Berlín, soportó una dura instrucción, ejercitó su cuerpo y mente hasta límites sobrehumanos, y aprendió a manejar toda clase de armas y vehículos; era la oportunidad de demostrar su valía. Aunque solo fuera un soldado de primera clase, el galón individual que llevaba en el pecho le había costado sudor y sangre. En su fuero interno, le enorgullecía haber sido uno de los pocos cadetes de su promoción que logró graduarse con las máximas notas. Que el comandante en Jefe de la OC hubiese decidido entrevistarle le auguraba un futuro prometedor. El secretario levantó la cabeza y anunció:
—El comandante Aries le está esperando, soldado.
El alemán se mostró correcto: los suboficiales como aquel solían ser bastante puntillosos respecto a la disciplina. Todos los burócratas que se ceñían al reglamento eran idénticos. 
—Gracias, señor.
El oficinista no se molestó en responder. Stark se dirigió al despacho con la espalda erguida. Al llegar, la puerta se deslizó hacia la izquierda, permitiéndole el paso. La atmósfera del interior le erizó el vello de la nuca: de la estancia emanaba una frialdad sin límites. De un rápido vistazo, analizó las paredes forradas con paneles de madera, los muebles de nogal, la vitrina con armas antiguas, los sillones tapizados de cuero negro, la moqueta color ceniza, las amplias persianas de aluminio entornadas; aquel lugar no era agradable en absoluto. Detrás del escritorio, encuadrado por las banderas de Alemania y Estados Unidos, su superior estudiaba una pantalla de veinte pulgadas de un Sony. Aries era un individuo de unos cincuenta años de edad, que vestía traje y corbata, de facciones angulosas y cabello blanco cortado a cepillo. De inmediato, Dorian levantó las defensas. Los rumores del departamento eran ciertos; su superior parecía un bloque de acero. Se cuadró en posición de firmes y exclamó con voz clara y segura:
—Se presenta Dorian Stark, soldado de primera, 4º Batallón, Compañía B, 2º Pelotón de la Orden de los Centinelas, señor.
Aries levantó la vista y señaló una butaca con la cabeza.
—Tome asiento, soldado.
Stark obedeció la orden. Ambos quedaron frente a frente, separados por la enorme mesa de madera y cristal, estudiándose en silencio. Los ojos del comandante —uno gris y otro azul— parecieron atravesarlo. Indiferente, soportó el helado escrutinio con expresión neutra.
—He estado estudiando su expediente —declaró—. Creo que no me equivoco al afirmar que es usted el hombre perfecto para realizar esta misión.
El alemán no hizo comentario alguno. Le impresionaba la riqueza que reinaba en el despacho: su superior tenía que estar muy bien relacionado para permitirse muebles de nogal auténticos. Para ser un oficial intermedio, poseía unos privilegios fuera de lo común.  
—Tengo entendido que fue trasladado a California hace cuatro semanas.
—Sí, señor.
—¿Le ha costado adaptarse?
—No, señor.
Después de aquella charla irrelevante, Aries fue directo al grano; no tenía tiempo que perder con formalidades.
—Queremos eliminar a este individuo. —Su superior giró una fotografía sobre el panel de pantalla táctil deslizante de su escritorio—. ¿Lo conoce usted?
Stark contempló la imagen de alta resolución. Su objetivo era un hombre de raza blanca de edad indeterminada: esmoquin, manos suaves, perilla, cabello con la raya a la izquierda, rostro franco y agradable. El retrato lo habían capturado mientras jugaba en un casino. Metódico, examinó los detalles secundarios de la misma: la atmósfera cargada de humo, hombres vestidos de etiqueta y mujeres con trajes de noche, la mesa de juego atestada de fichas amarillas, las cartas de póker repartidas sobre el tapete verde. Una diminuta arruga de preocupación se le dibujó en la frente: la idea de matar a un ser humano no le gustaba en absoluto. 
—No, mi comandante.
Aries encendió un Winston con un tubo de fósforo. A Stark le sorprendió que su superior realizara aquella muestra de mundanidad: por un momento había pensado que era una máquina. De hecho, dado que las severas normativas antitabaco estaban en todas partes, rompía deliberadamente una ley que la propia Schneider acataba en sus instalaciones. Evidentemente, el comandante no lo invitó a fumar.   
—Lo suponía —declaró exhalando una bocanada de humo—. Imaginaba que no habría tenido tiempo de estudiar los expedientes de los miembros de las Casas Madres americanas.
—Hace días que los espero, señor.
—Están de camino a su apartamento, Stark — La forma en la que pronunció su apellido fue similar a una bofetada en el rostro—. Al igual que la información que voy a transmitirle. Huelga decir que todo lo que hablemos aquí será alto secreto y no puede comentarlo con nadie.
Stark asintió con sequedad. ¿Acaso su superior creía que era imbécil?
—Lo sé, señor.
—Puntualizo este detalle por una razón muy simple: en Los Ángeles no existe la fraternidad que reina en los cuarteles de Europa. Cada miembro de la Corporación es independiente a los demás. Se limita a cumplir su trabajo y no pierde el tiempo con camaraderías innecesarias. ¿Le ha quedado claro?
Aries se equivocaba: aquella hipotética armonía era una quimera; lo sabía por amarga experiencia personal. La Academia Militar de Berlín le pareció una porquería desde el primer minuto y se sintió aliviado cuando decidieron enviarle a Los Ángeles. Perder de vista a aquellos cretinos le causaba una paz de espíritu difícil de describir con palabras. Al alemán le resultaba complicado creer que historias tan absurdas pudieran llegar a los oídos de sus superiores. 
«La Schneider solo quiere ordenancistas de la peor calaña», reflexionó. «Una pandilla de miserables que sean capaces de hacer lo que sea con tal de ser promocionados».
Stark no tenía aquel problema: detestaba a los miembros del departamento y no le interesaba mantener ningún tipo de contacto con ellos, exceptuando a su compañero de habitación: Hugo Müller.
 —Por supuesto, señor.
El comandante tomó una bocanada de aire.
—Su objetivo es Thomas Weyland II —explicó—. Industrias Weyland es una empresa que se encarga de proveer medios de defensa a cualquiera que demande sus servicios. Los miembros de las PMC suelen ser soldados de fortuna que operan para el mejor postor. Son fáciles de contratar y sus honorarios están por debajo de la media de lo que cobraría una corporación profesional. Como sabrá, Bosnia se encuentra en guerra con Yugoslavia desde hace un mes. Nuestro servicio de Inteligencia ha averiguado que la WeyCorp está a punto de cerrar un trato con el Ejército Bosnio-Herzegovino. Este ha sufrido grandes bajas durante las últimas semanas y necesitan refuerzos inmediatos para no perder la ciudad de Sarajevo.
Las imágenes de la guerra invadieron su mente: campos de prisioneros, masacres de civiles, inocentes utilizados como escudos, violaciones a mansalva. A pesar de la ultratecnología y de la colonización del Mundo Exterior, los seres humanos no habían evolucionado en lo más mínimo. En realidad le importaban un comino todas aquellas atrocidades: el cinismo y el descreimiento eran la única baza posible para no sucumbir ante la locura que imperaba en el presente.
—¿Grandes bajas? —repitió Stark—. Creía que las fuerzas armadas bosnias no tenían parangón. La CNN lo afirma casi a diario.
Aries hizo un gesto despectivo con la mano.
—Su Ejército llevaba mucho tiempo sin combatir —repuso—. El cincuenta por ciento de sus efectivos son soldados de reserva, poco y mal adiestrados, que carecen de la preparación necesaria para la guerra de guerrillas. Las calles son un infierno y el Jefe de Estado que está al mando debería haber colgado el uniforme desde hace una década, como mínimo. No es de extrañar que la situación del país sea insostenible.
—Una vieja gloria que cree que la guerra se hace entre caballeros —puntualizó Stark con cierto sarcasmo.
—Efectivamente. A pesar de que el Derecho Internacional considere a las tropas de la WeyCorp combatientes ilegales, no harán nada por impedir que sean contratadas en un corto plazo de tiempo. —Su superior aplastó el cigarro en un cenicero metálico—. Al parecer, nadie recuerda los crímenes de guerra y los consecuentes escándalos que han protagonizado en los medios desde que Thomas Weyland II heredó la empresa de su padre.
Stark enarcó las cejas.
—¿Podría darme más detalles al respecto, señor?
—Le basta con saber que la ONU acusó a la WeyCorp de haber ejecutado civiles en Siria —replicó ácidamente—. Si le interesa ahondar en el tema, le sugiero que se dirija a su oficial inmediato para que lo ponga al día al respecto, ¿entendido? 
Imperturbable, el alemán encajó el exabrupto del comandante: le estaba bien empleado por abrir la boca más de lo necesario. 
—Sí, señor.
Aries señaló la fotografía de su objetivo.
—Weyland se caracteriza por ser una especie de Donald Trump moderno. Filántropo, magnate, inversor, coleccionista de arte. A diferencia de otros empresarios, siempre se ha mantenido en un discreto segundo plano, evitando salir en los medios de comunicación. Sabemos que a pesar de su notable posición social y económica, toma medidas de seguridad mínimas. Nunca ha sufrido un atentado contra su vida y se siente bastante seguro entre sus guardaespaldas. ¿Comprende lo que quiero decir?
Stark mantuvo el rostro inexpresivo: su superior le estaba pidiendo que matara a aquel hombre a sangre fría, ni más ni menos. 
 —Efectivamente, señor.
—Nuestros Técnicos de Información han descubierto que Weyland dará este viernes una cena benéfica en el Castillo de Praga. Su plan consiste en recaudar una importante cantidad de dinero para Greenworld. Como ecologista comprometido, tiene la intención de frenar la deforestación de los antiguos parques nacionales de EE.UU. Afortunadamente, dado que no desea ninguna clase de publicidad, la presencia de los noticiarios será nula. Usted tendrá campo abierto para actuar sin problemas. 
La iluminación de las lámparas de poliuretano de alta densidad que colgaban del techo irradiaban la figura del comandante Aires. Sin saber por qué, Stark sintió cómo una impresión de aborrecimiento le subía por la boca del estómago, haciéndolo sentir incómodo. No se había aislado en la Orden de los Centinelas para aniquilar a nadie: si querían asesinos de élite para cumplir su siniestro trabajo que buscaran en otra parte. No lo reconfortaba ser consciente de que podían manipularlo con tanta facilidad en nombre del deber.
Aries dio por finalizada la conversación:
—Esta noche tomará un vuelo con destino a la República Checa —ordenó—. Tiene el día libre para prepararse para el viaje. Recibirá el resto de la información en el hotel cuando aterrice en Praga. Quedan ciertos pormenores por confirmar y no quiero anticiparme a los hechos. Su futuro en el departamento depende del éxito de esta misión, soldado. No admitiré su fracaso.
Stark intentó controlar la rabia que le inundaba la voz: la idea de ser juzgado por desacato ante un Consejo de Guerra no le preocupaba en absoluto.
—¿Por qué desea ver muerto a Thomas Weyland II, señor?
Su superior frunció los labios en un gesto de contrariedad.
—Para ser un simple soldado de primera clase, hace usted demasiadas preguntas, Stark.  
El alemán ignoró las palabras del comandante.
—Simple curiosidad, señor.
Aries lo despidió fríamente.
—Puede retirarse —dijo—. Le deseo buena suerte.
Sin saberlo, desde aquel preciso momento, su superior se ganó la animadversión de Stark. En el futuro, cada vez que recordara su primera entrevista con el comandante Aries, un puño de náuseas le encogería las entrañas. Por desgracia, no pudo negarse a cumplir las órdenes recibidas; algo de lo que se arrepentiría durante el resto de su existencia. Nunca volvió a mirar su profesión con los mismos ojos.
El odio le había secado la boca. Durante un segundo, la idea de estrangular a Aries con las manos desnudas le resultó tentadora: acabaría con aquel sujeto despiadado e inflexible del cual dependía su destino. Stark se puso en pie echando chispas por los ojos. 
—Gracias, señor.
 
Escuela de Oficiales OC
Módulo 23, 4º Batallón, Compañía B
Los Ángeles, California
19.15 horas


Stark apuró el Marlboro de mercado negro con la mirada perdida en el techo. Llevaba todo el día a oscuras, encerrado en su apartamento, profundamente disgustado consigo mismo. La vivienda asignada por la Schneider era tan pulcra como impersonal: cuarenta metros cuadrados que albergaban una litera, baño, un armario doble, sistema de ventilación, varias sillas metálicas y una estantería. El alemán había pasado toda su vida en alojamientos de aquel tipo: primero en el orfanato, después en la Academia Militar, ahora en la Escuela de Oficiales. Interiormente, se prometió que cuando fuera ascendido, daría la entrada para comprar su propio piso. Estaba cansado de habitar en las instalaciones de la Corporación y tener que relacionarse a diario con sus compañeros e instructores. Odiaba los amplios pasillos blancos e inmaculados, el olor a ozono de las aulas, la monotonía de las jornadas de formación, las voces frías y uniformes de los profesores; todo aquello que lo supeditaba a una carrera militar que había elegido por voluntad propia.
Siempre había creído que cuando le asignaran su primera misión de exterminio, tendría que luchar contra máquinas renegadas que habrían atentado contra los intereses de su casa. En cambio ahora, mientras repasaba los expedientes personales de Thomas Weyland II, proporcionados por el Servicio de Inteligencia, se maldecía por haber sido tan ingenuo. El amplio dossier de cincuenta y ocho páginas no dejaba ningún detalle al azar: dimensiones físicas, fecha y lugar de nacimiento, estudios, número de miembros familiares, historial militar, títulos universitarios, nominaciones y premios por diversas causas ecológicas, hábitos personales, etc. En un apartado anexo, un profundo análisis económico sobre la WeyCorp y su influencia en el mercado de defensa actual. La compañía fundada por el padre de su objetivo podía presumir de rentabilizar los dividendos cotizados en Bolsa. Stark estudió aquella sección a fondo: todas las inversiones efectuadas durante los últimos doce meses habían conseguido un amplio margen de beneficios. Meditabundo, prendió un cigarro y expulsó una espiral de humo por la nariz. Si la intención de la Schneider era hundir financieramente a la competencia tendrían que buscar otro modo de hacerlo: eliminar a su presidente no llevaría a la Weyland a la quiebra. Stark encendió el Fujitsu-Siemens: los dividendos de la WeyCorp estaban en 4’70%; la mejor de todas las empresas dedicadas al mismo ramo.
Desanimado, apagó el equipo. Una mezcla de rabia e impotencia pulsaba todas las fibras de su cuerpo. Le crispaba los nervios ensuciarse las manos de sangre por una causa que no tenía nada que ver con él. ¿Qué clase de futuro le aguardaba trabajando para la Schneider? ¿Acaso querían transformarlo en un agente especializado en exterminar elementos beligerantes? Por primera vez en su vida, se encontraba perdido, sin saber qué hacer. Como de costumbre, su mente calculó los hechos de forma analítica e imparcial. Por una parte, aquella puerca operación podría añadir puntos a su expediente militar. La junta de ascensos la tendría en cuenta a la hora de evaluar su inminente examen de cabo. En cambio, en el otro extremo de la balanza, entraría en una dinámica aborrecible que lo convertiría en todo aquello de lo que nunca había querido formar parte.
Stark soltó un suspiro y enlazó los dedos debajo de la nuca: estaba atrapado en un callejón sin salida y no tenía ninguna posibilidad de salir intacto. Todos los esfuerzos y sacrificios que había hecho para llegar a la Escuela de Oficiales le parecían ahora una pérdida de tiempo. Con cierta repugnancia, estudió el galón de soldado de primera clase que había arrojado sobre la cama al entrar en el apartamento. Irónicamente, durante la entrevista con el comandante Aries, se había enorgullecido de llevar colgando del pecho aquel pedazo de chatarra. Cuando abandonó el despacho, le costó un infierno ignorar la mirada burlona del secretario. Su superior solo había necesitado quince minutos para bajarle los humos y volver a convertirlo en un recluta.
El alemán contempló la maleta abierta delante del armario. La indolencia que lo oprimía lo obligó a posponer la preparación del equipaje. Dadas las circunstancias, bastante había hecho terminando el dossier de su objetivo. No le apetecía tomar un avión con destino a la República Checa; se encontraba demasiado inquieto para actuar con profesionalidad. No entendía por qué le preocupaban las consecuencias morales de sus actos: Weyland era un número que debía ser eliminado de la ecuación; un extraño al que nunca tendría la oportunidad de conocer. Con los ojos entrecerrados, analizó la manera en la que estaba cubriéndose las espaldas para no admitir la realidad: desde que cruzara la línea jamás podría retroceder; Aries no cesaría de encomendarle aquella clase de tareas sucias.
«Eres patético», pensó. «Has permitido que el comandante haga contigo lo que quiera».
Stark se cuestionó si podría actuar fríamente, sin dudas ni contemplaciones, con la seguridad de que los remordimientos de conciencia no desvelaran sus madrugadas. La incertidumbre lo asedió durante unos segundos: ¿qué experimentaría después de apretar el gatillo? Sacudió la cabeza, apartando aquella clase de pensamientos. Era un maldito soldado profesional y debía comportarse tal y como exigía su profesión: al demonio con los dilemas que únicamente le causaban amargura. Tenía un trabajo por hacer y cualquier error, por mínimo que fuera, podría significar su fin. No deseaba morir en manos de los guardaespaldas que acompañaban a su objetivo a todas partes: aquellos mercenarios profesionales le ganaban en años de experiencia en primera línea. Debía valerse de todas sus habilidades y recursos para vencer, o su nombre pasaría a engrosar la lista de los miembros caídos durante el servicio. Con renovados ánimos, Stark comprobó su reloj de pulsera: le restaban dos horas y media antes de que un vehículo oficial pasara a buscarlo para conducirlo a la pista privada que la Corporación poseía en LAX. Una sonrisa mordaz le crispó los labios: su superior se tomaba muchas molestias por «un simple soldado de primera clase que hacía demasiadas preguntas».
Inesperadamente, Hugo Müller pasó al interior de la estancia. Este se detuvo en la entrada, confundido, antes de encender los fluorescentes del techo. Al verle en la parte inferior de la litera, rodeado por su portátil, una caja de tabaco y un cenicero, con el aire acondicionado al máximo, esbozó una mueca irónica. Conocía perfectamente los impredecibles cambios de humor de su compañero: aquella expresión de repugnancia no engañaba a nadie.   
  —¡Tan animado como de costumbre! —exclamó mientras cerraba la puerta del apartamento. Fue directo al grano—. ¿Has conseguido la misión?
Dorian arrastró las palabras:
—¿Tú qué crees?
Su amigo soltó la bolsa de nailon y tomó asiento en una silla de tijera. El enorme y musculoso cuerpo de Müller pareció empequeñecer la delgada fisonomía de Stark. En sus ojos azules brilló una mirada de inquietud.
—¿Tan jodida es?
El alemán le tendió el Fujitsu-Siemens.
—Compruébalo tú mismo.
Hugo colocó el aparato sobre sus rodillas y empezó a leer el expediente que le habían asignado a su camarada. Poco a poco, conforme pasaban los minutos, su rostro se ensombreció. A pesar de las estrictas órdenes de confidencialidad que había recibido, Stark pasó por alto las indicaciones del comandante Aries; no pensaba obedecerlo en minucias como aquella. Müller levantó la mirada de la pantalla, preocupado.
—Aries es un hijo de puta —gruñó—. ¿No tiene a nadie con más experiencia en el departamento?
Stark fue irónico:
—Gracias por tu confianza, Hugo.
Su compañero prendió uno de los cigarrillos del alemán.
—Es una operación de exterminio peligrosa —dijo—. Sabes que deberían enviar a un cabo segundo o a un sargento para realizarla. ¿Alguna vez has matado a alguien?
Dorian no quería confesarle que había asesinado a unos compañeros del orfanato hacía tres años: le era preferible guardar ciertos secretos en silencio.    
—No.
Müller enarcó las cejas con desconfianza: no terminaba de creer la respuesta de Stark. 
—¿Estás seguro?
Este cambió de tema.
—Sé que tengo que enfrentarme a soldados profesionales —admitió—. Aunque no es eso lo que me intranquiliza.
Hugo hizo un gesto de exasperación.
—Estarás solo y sin refuerzos en territorio hostil —dijo de mal humor—. ¿Qué coño te preocupa entonces?
—Thomas Weyland II es un ser humano —repuso—. Yo no me alisté para ser un asesino. ¿Por qué no envían a un cyborg para realizar el trabajo sucio?
Müller lanzó una risa áspera.
—¿Y qué esperabas? —inquirió—. La Schneider es una Casa Madre igual que las demás. Aplastará a quien haga falta para vigilar sus intereses económicos. ¿Crees que a Aries le importa lo más mínimo que tu objetivo sea de carne y hueso?
Stark respondió secamente:
—No.
Hugo dio una calada al Marlboro.
—Nos reclutaron prometiéndonos un plato de comida caliente, un lugar donde dormir, servicios médicos, ropa interior limpia cada tres días, estudios y un futuro lejos de las calles —continuó—. La Corporación necesita huérfanos como nosotros, sin ninguna clase de influencias externas, para formarlos a su antojo. Piensa en todos los voluntarios que se presentaron en Berlín durante nuestra promoción. Pocos, por no decir ninguno, superaron los tests de alistamiento. La Schneider no actúa conmovida por el altruismo, Dorian. Pretende crear soldados devotos y agradecidos que combatan hasta la muerte sin protestar.
El alemán resopló con desprecio:
—Autómatas…
Müller asintió.
—La especialidad que publicita el departamento sobre eliminar máquinas es una patraña —argumentó—. Cuando deseen liquidar a individuos como el presidente de la WeyCorp enviarán a cualquiera de nosotros. Somos el material más barato y fácil de reemplazar del mundo. No confían en los cibernados porque saben que pueden rebelarse en el momento que menos lo esperen. 
Stark se frotó las sienes: llevaba todo el día sin comer y empezaba a palpitarle la cabeza.   
—La Schneider tiene que andar escasa de personal cualificado para asignarme un objetivo tan importante —masculló—. Tú deberías estar en mi lugar.
Hugo señaló los galones de cabo primero que llevaba en las bocamangas de la camisa.
—No digas estupideces —rezongó—. Yo tuve mi oportunidad para ascender a suboficial y la aproveché…
Stark lo interrumpió:
—Tú luchaste contra un batallón de androides —protestó—. ¡No tuviste que eliminar a ninguno de nuestra especie, demonios! ¿Es que no ves la diferencia?
Müller fue estoico:
—Aries ha asumido un enorme riesgo eligiéndote —dijo con lentitud—. Aunque no te guste la idea, debes mostrarte agradecido y apretar los dientes. Sabes que muchos soldados matarían por una oportunidad como esta.
El alemán se encogió de hombros.
—Me importa un bledo.
Su compañero cambió de tono:
—Cuando el rumor llegue al departamento serás la envidia de toda la puñetera compañía —bromeó—. ¡Con lo que te gusta ser el centro de atención!
A Stark no le quedó más remedio que sonreír.
—Me parece genial —dijo con sarcasmo—. Espero que a nadie se le ocurra celebrar una fiesta.
Hugo se mostró burlón:
—Con tu fama de antisocial lo veo complicado —volvió a ponerse serio—. Esta misión es una mierda, Dorian. Eres mi mejor amigo y no quiero que termines en la morgue.
Stark le apretó el hombro lleno de gratitud: suerte que había conocido a Hugo en la Academia mientras pasaban los exámenes finales.
—¿Sabes lo más que me preocupa de todo el asunto?
Su compañero fue irónico:
—Sorpréndeme.
—Que no dejo de preguntarme por qué nuestros superiores quieren exterminar a Weyland.
Müller soltó un bufido:
—¿Es que no resulta obvio?
—¿Obvio? —repitió—. ¿A qué te refieres?
—La Schneider quiere librarse de la competencia para que el Ejército Bosnio-Herzegovino contrate sus servicios. Esos malditos idiotas quieren terminar la guerra que empezaron en el Siglo XX.  Imagina la cantidad de pasta que ganaría la Corporación si nuestros agentes ejecutores entraran en combate. ¡Millones de yendólares, joder!
La revelación lo sacudió como una descarga eléctrica. El alemán se recriminó en silencio por su falta de perspicacia. Se había centrado tanto en los detalles secundarios que los principales pasaron delante sus ojos sin que se diera cuenta. Una punzada le recorrió el corazón: cada vez se sentía más asqueado por la tarea que sus superiores le habían impuesto.
Stark musitó lleno de asco:
—Estupendo.   




martes, febrero 06, 2018

AGENTE EJECUTOR (SEGUNDA PARTE)


Habitación 320
Hotel President
Praga, República Checa
23.00 horas
  
Stark abandonó el baño y se dirigió al dormitorio de la lujosa suite presidencial. Con los músculos tensos, se detuvo delante de la cama doble, observando la ropa que había elegido para salir a la calle: un pantalón de camuflaje con bolsillos a la altura de los muslos, suéter de algodón sintético, chaqueta de cuero, botas de combate de caña alta. Todos los medios que la Schneider había puesto a su disposición —limusina, jet privado, alojamiento en el Hotel President— le habían hecho olvidar sus inquietudes. Aunque detestase admitirlo, le fascinaba la vida de lujo y sofisticación propia de los agentes ejecutores. La suite gris claro, con cortinas y alfombras color vino tinto, muebles blancos y ocres de madera artificial, poseía una vista espectacular sobre el río Moldava y el Castillo de Praga.
«Te has vuelto un esnob», reflexionó con sarcasmo. «No olvides el trabajo que te espera».
El viaje de dieciocho horas le resultó aburrido e interminable. El departamento le había proporcionado una nueva documentación que utilizó para franquear la aduana y registrarse en el establecimiento de cinco estrellas. Era la primera vez que recurría a una falsa coartada y le resultaba extraño haberse convertido en otra persona. Según el chip de identidad, se llamaba Yuri Sergéevich Gólubev, nacido en San Petersburgo, hijo de inmigrantes afincados en Los Ángeles, veinte años de edad, estudiante en la UCLA, tendencias políticas de izquierdas. Curiosamente, el perfil encajaba con el de los típicos jóvenes revolucionarios que solían asistir a las manifestaciones y protestar contra el orden establecido. Esbozó una sonrisa torcida: sus instructores se llevarían una buena sorpresa si pudieran verle en aquel momento. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal: se encontraba tan nervioso como expectante. Stark ordenó en voz alta:
—Subir la temperatura cinco grados, por favor.
El sistema domótico replicó con voz metálica:
—Sí, señor.
Mientras se uniformaba, Stark rememoró la charla que mantuvo una hora atrás con el enlace que habían enviado para asesorarle: el teniente Barker Webb era uno de los oficiales inferiores más temibles y respetados de la Orden de los Centinelas.

—Buenas tardes, Stark.
Al alemán no le gustó el aspecto gélido y huraño de Webb. Este vestía traje azul, camisa blanca, zapatos de punta cuadrada, corbata negra y un abrigo oscuro que le llegaba hasta las rodillas. Cabello cortado al estilo militar, ojos flemáticos y taciturnos, rostro bronceado, nariz rota de boxeador, mandíbulas cinceladas sobre la piel. Aunque fuera vestido como un civil, sus galones e insignias podían percibirse a una milla de distancia; apestaba a corrección por los cuatro costados.
—Buenas tardes, señor.
El teniente Webb no se anduvo por las ramas.
—No me agrada la idea de que usted se encargue de esta misión, soldado.
Lleno de rabia, Stark apretó los dientes y reprimió las ganas de enviar a su superior al infierno. Aquel imbécil se creía mejor que nadie por llevar dos estrellas de oro sobre los hombros. Estaba harto de los oficiales que disfrutaban haciendo la vida imposible a sus inferiores.
—Si esto significa algún problema puede llamar a los Ángeles —respondió con acidez—. Estoy seguro de que el comandante Aries estará encantado en atenderle.
Su superior puso mala cara.
—Ya lo he hecho. —La noticia no cambió la expresión del alemán—. Todo debe seguir según el plan previsto. Aries confía mucho en sus posibilidades a pesar de su juventud. ¿Tiene experiencia previa como agente ejecutor?
—Ninguna.
—Ninguna, señor —lo reprendió Webb.
—Ninguna, señor —repitió Stark, impasible.
El teniente Webb no se molestó en ocultar su desprecio.
—¿Cuánto tiempo hace que fue promocionado?
—Un mes y medio, señor.
—Por lo que puedo comprobar, en Berlín son muy generosos con los ascensos a soldados de primera clase.
La voz del alemán fue tan áspera como papel de lija:
—Eso parece, señor.
El humor de Webb empeoraba por momentos.
—Tengo la impresión de que es usted un gallito que se cree un hombre porque ha tenido la suerte de viajar en primera clase —escupió—. Voy a ser lo más conciso que pueda para que no haya malentendidos entre nosotros, Stark. Primero: procure mostrar un poco más de respeto a un superior. Segundo: cumplirá mis órdenes, sean cuales sean, sin rechistar. No quiero preguntas ni protestas de ningún tipo. Tercero: en el caso de que falle la misión, si aún continúa vivo, me encargaré de que sea sometido a un Consejo de Guerra. ¿Le ha quedado todo claro o tengo que proveerle un parte por escrito?
El rostro de Stark era una máscara de piedra.
—Lo he entendido todo, señor.
Su superior sacó del interior de la chaqueta un Apple de pantalla de cinco pulgadas y teclado táctil y lo colocó sobre la mesa. Un mapa tridimensional de líneas verdes flotó sobre sus cabezas.  
—Su objetivo abandonará el Castillo de Praga cuando termine la cena —explicó a la vez que señalaba un punto en el holograma—. Usted debe seguirlo de cerca, como si fuera su propia sombra, sin que la comitiva de seguridad se percate de su presencia. El plan es el siguiente: acabará con él cuando salga del casino donde piensa asistir para celebrar el éxito de la recaudación.
Stark asintió.
—Como cliente VIP, entrará y saldrá por la parte trasera —puntualizó—. Me encargaré de que el callejón esté vacío al amanecer para evitar testigos engorrosos que puedan causarle problemas. Le recomiendo que ataque a los guardaespaldas antes de ocuparse de Weyland. Aunque nuestros Técnicos de Información no han encontrado sus fichas, sabemos que son soldados profesionales con una amplia experiencia en tareas de esta clase. Supongo que es consciente de que no se lo pondrán fácil, Stark.
—Lo sé, señor. 
—En total serán cuatro objetivos: Weyland, su intérprete privado, y la comitiva de seguridad compuesta por dos hombres. Hemos investigado al traductor y podemos afirmar que no le dará problemas. Trabaja para la UNESCO y no tiene ningún tipo de formación militar.
—¿Es necesario matarle, señor? —preguntó—. Al fin y al cabo solo se trata de un paisano desarmado.
El teniente esbozó una mueca que con mucha imaginación podría pasar por una sonrisa.
—Por supuesto —acotó—. En la Orden de los Centinelas no tenemos remilgos a la hora de disparar. Si le sirve de consuelo, piense que se encontraba en el momento inoportuno en el lugar inadecuado. Me da igual que sea un sacerdote, un miembro del Ejército de Salvación, o un familiar íntimo y querido por usted. Liquídelo sin contemplaciones.
El cinismo y la brutalidad de Webb estuvieron a punto de causarle una arcada.
—¿Y la seguridad del club?
Su superior cambió el ángulo visual del mapa, enfocando la avenida exterior de la discoteca.
—A esa hora estarán en la entrada echando a los últimos clientes —dijo—. La calle será un caos de vehículos y borrachos. No se darán cuenta de lo sucedido hasta que sea demasiado tarde.
Stark asintió por segunda vez.
—De acuerdo, señor.
El móvil desapareció dentro del abrigo.
—Cuando haya concluido el trabajo debe vaciar los bolsillos de sus objetivos —ordenó—. Este incidente será un escándalo a nivel internacional y queremos que los medios piensen que se ha tratado de un simple y vulgar robo. El índice de delincuencia de la República Checa es uno de los más altos de Europa. La mafia rusa campa a sus anchas por el país. No será muy difícil hacer creer a las cadenas de televisión que ellos han sido los causantes de este cuádruple asesinato.
El alemán se permitió una nota de sarcasmo: por fin alguien había tenido el valor de llamar las cosas por su nombre. 
—¿Tan fácil?
—Ni se lo imagina. —Webb lo contempló de la cabeza a los pies con frialdad—. Independientemente de su falta de experiencia, voy a darle un voto de confianza, Stark. El comandante Aries jamás se ha equivocado a la hora de elegir a un agente ejecutor y espero que usted no sea el primero de la lista. Por cierto, puede meterse su sentido del humor donde le quepa. Mi paciencia para aguantar estupideces tiene un límite.
Stark reprimió un gesto irónico.
—Lo haré, señor.
Su superior se puso en pie.
—Nos mantendremos en contacto por sistema de audiorecepción —dijo—. ¿Me permite un consejo de última hora?
—Por supuesto, señor.
Inesperadamente, Webb mostró un resquicio de afabilidad que lo dejó boquiabierto.
—Procure mantener la cabeza baja y no intente hacerse el héroe —repuso—. Sé que está aquí en contra de su voluntad y no le queda más remedio que obedecer las órdenes. No soy tan mezquino como aparento. Si consigue salir de una pieza me quitaré el sombrero ante usted.
Stark añadió:
—Tengo una pregunta, señor.
El teniente se detuvo en la salida.
—¿Por qué ha cambiado de parecer?
Su superior no se molestó en darse la vuelta.
—Porque me recuerda a mí cuando yo tenía su edad, soldado.

Al alemán aún le sorprendía que el teniente Webb pudiera actuar como un ser humano: pocos oficiales de enlace se mostrarían tan sinceros con un subordinado. De hecho, detrás de su apariencia malhumorada y repugnante, se ocultaba un veterano de guerra que las había visto de todos los colores. Stark salió a la terraza con un cigarrillo prendido de las comisuras de los labios. Enfrente, a través de la atmósfera sobrecargada de polución y estática, distinguió las líneas del Castillo de Praga. La gélida temperatura del exterior lo obligó a meter las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta. Tiritando, observó como un barco se esfumaba entre la niebla pastosa que cubría el Moldava. Después de varias semanas soportando el calor y la humedad propia de Los Ángeles, le resultaba difícil adaptarse al clima de Praga. El cielo cubierto de negras nubes le pareció amenazante y perturbador. Desde el nivel de la calle, ochenta pisos más abajo, le llegó el sonido de los deslizadores urbanos. Una inesperada impresión de inutilidad le invadió el alma: odiaba sentirse de aquel modo, presionado e insatisfecho, en un momento clave de su carrera. Todo dependía de lo que pasara durante las próximas doce horas. Morir era el menor de sus problemas: no deseaba decepcionar a nadie ni compadecer ante un Tribunal de Honor.
«Todo saldrá bien», pensó. «Mantén la cabeza fría y no dejes que el pesimismo y la inseguridad te dominen».
Stark arrojó la colilla a la calle y regresó a la suite. Aunque lo intentara con todas sus fuerzas, no podía vencer la animadversión y la culpabilidad que embargaban su conciencia. Revisó el arma que Webb le había facilitado: una Makarov último modelo, doble acción y recarga accionada por retroceso, de quince cartuchos de punta endurecida. Stark hubiera preferido un arma de mayor calibre, pero por desgracia, su superior se mostró inflexible al respecto; una ametralladora ligera o una escopeta de cañones recortados hubiese sido lo ideal. Durante un momento, se preguntó cómo el teniente lograba mantener la compostura después de décadas sirviendo a la Schneider. Nunca había tenido en cuenta lo mucho que desgastaba aquella profesión y la cantidad de barro que tendría que tragar para mantener sus convicciones. Ambos malinterpretaron al otro: su superior pensaba que el alemán era un novato sin agallas y este había creído que Webb solo era otro oficial sádico e inmisericorde como los que lo habían instruido. La próxima vez sería pragmático en todo momento y no sacaría conclusiones precipitadas.   
Estoico, enfundó la pistola en la vaina ocultable que llevaba debajo del brazo derecho y se aproximó a la puerta: el momento de la verdad había llegado.           

Malá Strana
Sector Cuarto
Praga, República Checa
4.30 horas


Con los ojos entrecerrados, Stark estudió la avenida desierta; faltaba poco para que el amanecer despuntara en el horizonte. Aquel sector situado en la ribera izquierda del río Moldava que apenas había sufrido cambios durante los últimos siglos, era uno de los más antiguos de la ciudad. En otras circunstancias, hubiese disfrutado informándose sobre la historia y los monumentos históricos de la zona, pero la misión era demasiado importante para perder el tiempo con sus aficiones. A diferencia de sus compañeros de la Escuela de Oficiales, el alemán siempre había tenido una sed de aprendizaje fuera de lo común; puede que por ello no encajara en ninguna parte.   
Una corriente de aire helado lo hizo estremecer. En el otro extremo de la calle, un anuncio de Coca-Cola destellaba en la oscuridad con trazos intermitentes. Stark lamentó no haber elegido ropa más abrigada: el frío penetrante hacía que los dientes le castañearan sin cesar. Temblando, se frotó las manos cubiertas por guantes de cuero y golpeó el suelo con los pies para entrar en calor. A su derecha, una rata de gran tamaño asomó la cabeza triangular entre un puñado de bolsas de basura y desapareció sin dejar rastro. Notaba los dedos insensibles y las rodillas tirantes; hubiera dado cualquier cosa por una taza de pseudocafé caliente.  
«Eres un completo imbécil», meditó con aspereza. «En el caso de lucha cuerpo a cuerpo tendrás todas las de perder».
Una sensación de resquemor le carcomía el espíritu, insidiosa como una herida abierta expuesta al aire libre. Stark siempre hacía caso a sus instintos: uno de los puntos de la ecuación se le escapaba delante de las narices; faltaba un detalle fundamental. Una gota de agua le lamió la mejilla: la bóveda turbulenta empezaba a descargar su masa sobre la megalópolis. Stark se subió el cuello de la chaqueta y se refugió al amparo de un porche; lo menos que necesitaba en aquellos momentos era una tormenta que limitase su visibilidad. Los edificios veteados por las luces eléctricas del encendido público proyectaban sombras alargadas sobre la carretera. El aliento le formaba pesadas nubes de vaho delante de la boca. Una bruma espesa e irrespirable se deslizó sobre el río hasta alcanzar la parte inferior de la avenida. Hasta los elementos parecían aliarse en su contra.
De improviso, la voz ronca del teniente Webb llenó su oído izquierdo. Llevaba esperando su llamada desde hacía tres horas:
—¿Qué tal se encuentra, Stark?
El alemán intentó sonar firme y decidido:
—Perfectamente, señor.
Su superior rezongó:
—¿Seguro? —inquirió—. Pensaba que habría muerto congelado.
La sonrisa hizo que le dolieran los labios agrietados por el frío.
—No esperaba que las temperaturas descendieran de este modo, señor.
Webb fue práctico:
—Un agente ejecutor tiene que estar listo para afrontar lo inesperado —comentó misteriosamente—. Si continúa trabajando para la Corporación no tardará en descubrir que es un factor que hay que tener presente en todo momento.
—Lo tendré en cuenta, señor.
El tono de su superior se volvió gélido:
—La limusina está aproximándose a su posición —indicó—. Estará ahí en cinco minutos.
—Comprendido, señor.
Lleno de desconfianza, Stark estudió las azoteas y las ventanas de los edificios que lo circundaban. Su superior había estado vigilándolo desde un lugar elevado durante todo el tiempo, a salvo de aquel horrendo clima, provisto de unos binoculares de visión infrarroja. Rabioso, apretó la culata de la Marakov hasta que los nudillos se le tornaron blancos. ¿Acaso el teniente Webb estaba jugando con él de algún modo? Lentamente, la lluvia rompió el silencio sepulcral que llenaba la calle, formando grandes charcos sobre el empedrado y las aceras. A través de la cortina de agua, contempló cómo un Mercedes se aproximaba a la parte trasera del casino. El vehículo negro, de amplio capó y gruesas ruedas, poseía unas líneas esbeltas y estilizadas. Stark procuró fundirse en la oscuridad que bañaba el portal: no quería que el conductor se percatara de su presencia hasta que fuese demasiado tarde. Esforzó la vista, intentando distinguir a los pasajeros, pero los cristales ahumados eran demasiado opacos. El deslizador avanzó unos cien metros y se detuvo ante la puerta del club. Acto seguido, uno de los guardaespaldas descendió del Mercedes con un paraguas en la mano. A pesar de la distancia, al alemán le impresionó el tamaño de aquel gigante. Era tan alto y musculoso como Hugo Müller, el traje apenas podía ocultar el poderío de su fisonomía.     
«Magnífico», reflexionó. «Necesitaría un lanzacohetes para acabar con él».
Dos siluetas salieron del casino. De inmediato, el hombretón abrió el paraguas y lo tendió sobre sus cabezas. Stark echó a caminar, tenso como un resorte, con las manos en los bolsillos. Todo transcurría a cámara lenta, congelado en un instante eterno. Sus dudas habían sido reemplazadas por una resolución casi matemática. Jamás se había sentido tan distanciado de sus propias emociones, frío como un bloque de hielo, sin dilemas de ninguna clase. Stark avanzó con rapidez, en la cresta de una ola inmaterial, con la mirada convertida en dos pozos de mercurio. Apenas hacía ruido al caminar: más que un hombre parecía la viva imagen de un ángel vengador salido del Antiguo Testamento. Durante unos segundos vislumbró el rostro de Weyland debajo de la sombra del paraguas; había ganado peso desde que le tomaron la fotografía del expediente. El intérprete extendió la mano hacia la puerta de la limusina, dispuesto a entrar, cuando sus ojos tropezaron con los del alemán. En aquel intervalo, cuando la situación se encontraba a punto de explotar, averiguó el porqué de todas las aprensiones que se negaban a abandonarlo. 
«Solo eres un blanco de distracción», pensó. «Webb te está utilizando como carnaza».
Por inercia, movido por un instinto que ignoraba tener, desenfundó la pistola. El presidente de WeyCorp lanzó un chillido de miedo, intentando recular, a la vez que el cañón de la Makarov giraba en su dirección. El gigante saltó hacia atrás con la cabeza abierta en dos: astillas de hueso y sangre salpicaron las facciones del traductor. Stark se volvió hacia la izquierda, prediciendo el movimiento del chófer, que en aquel momento emergía del vehículo con una Uzi en la mano. La ráfaga le rozó el hombro y se hundió en la pared situada a su espalda. Gélidamente, apretó el gatillo: su enemigo se desplomó con la garganta seccionada; el disparo le había perforado la carótida de parte a parte. Un impacto seco sonó a su espalda. Como un relámpago, Stark extendió la zurda hacia su objetivo con los dientes chirriando. Sorprendido, observó cómo el intérprete caía al suelo con el corazón perforado por un balazo. Weyland continuaba en el mismo lugar, paralizado por el terror, incapaz de efectuar el menor movimiento. Inesperadamente, el cráneo le estalló en un manantial carmesí, esparciendo su cerebro sobre el parabrisas del Mercedes. Stark tardó unos segundos en comprender lo que había pasado: su superior había aniquilado a sus objetivos utilizando un rifle de francotirador con proyectiles de punta hueca para no dejar señales balísticas. La rabia escarlata que le enturbió la visión borró cualquier remordimiento que pudiera experimentar: odiaba que lo utilizasen de un modo tan miserable.
«Maldito hijo de perra», pensó lleno furia. «Te mataré por jugármela de este modo».
De improviso, un golpe demoledor lo arrojó por los aires, haciéndolo aterrizar en mitad de la avenida. El impacto le arrancó una exclamación de sufrimiento. Confuso, levantó la cabeza, haciendo lo imposible por ponerse en pie. Impotente, vislumbró como el primer guardaespaldas que creía haber eliminado se aproximaba a su persona hecho una furia. El pánico le encogió el estómago: un implante cibernético brillaba debajo de la carne sintética del rostro de su rival. Aterrado, retrocedió a trompicones, luchando por alejarse de aquel monstruo mecánico. ¿Por qué demonios nadie le había dicho que uno de los miembros de la comitiva de seguridad era un cyborg?  
—¡Voy a hacerte pedazos, cabrón! —exclamó la máquina.
Stark había perdido la pistola. Instintivamente, intentando cubrirse de alguna manera, alzó los brazos delante del rostro. La máquina descargó el enorme puño sobre su cuerpo, una y otra vez, aplastándolo contra el empedrado. Stark sintió que la cabeza iba a reventarle por la brutalidad de los impactos. Una constelación de puntos escarlatas y amarillos explotó delante de sus retinas. Medio desvanecido, escupió sangre y dientes sobre la carretera. A pesar de la terrible paliza, una parte cuerda y racional de su mente analizó la gravedad de las lesiones: tenía la mandíbula fracturada y la nariz rota; nada que no pudiera sanar en una clínica de rehabilitación. Iracundo, el cyborg lo levantó en vilo y lo arrojó contra la limusina. Stark voló cuatro metros y chocó contra la carrocería del deslizador, abollando una de sus puertas. Hecho un guiñapo, se desplomó de bruces con el rostro ensangrentado, entre una cascada de vidrios rotos. La tormenta bañó su físico, devolviéndole un pequeño atisbo de lucidez, apartándolo de la negrura implacable que pretendía devorarlo. Las punzadas angustiosas que le recorrían el costado izquierdo le arrancaban el aliento: puede que las costillas se le hubiesen clavado en los pulmones. Haciendo de tripas corazón, sacudió la cabeza, ignorando el dolor que invadía todo su cuerpo. El aborrecimiento era lo único que lo mantenía consciente: no pensaba permitir que aquella asquerosa máquina terminase con su vida.
—Te crees muy duro, ¿verdad? —masculló el hombretón—. ¡Te daré motivos para lamentar haberte cargado a mi jefe!
El cyborg se dirigió hacia su víctima con una mueca de superioridad,  dispuesto a terminar el trabajo. Con el cráneo palpitándole, el alemán logró enfocar su entorno: la avenida neblinosa abnegada por la lluvia, los vidrios fragmentados de la ventanilla del Mercedes, el cadáver del conductor situado a su derecha, los destellos periféricos del holograma de Coca-Cola. Pese al aguacero, sudaba copiosamente. El sabor amargo de su propia sangre le llenaba la boca, asfixiándolo. La ceja izquierda deformada por los puñetazos apenas le permitía abrir el ojo. Tenía las palmas de las manos sucias y desgarradas… Entonces, en el último momento, a través de la bruma que le enturbiaba la vista, descubrió la Uzi debajo de la carrocería del vehículo. La descarga de adrenalina que invadió su anatomía fue tan intensa que lo hizo olvidar el maltrecho estado en el que se encontraba. Era una oportunidad entre un millón: debía aprovecharla o perecer en el intento. Con las mandíbulas rechinando, se arrastró hacia el subfusil ligero, mientras la muerte se le aproximaba por la espalda. Su rival lanzó una carcajada cruel:
—¿Adónde crees que vas? —inquirió—. ¡No puedes huir a ninguna parte!
Stark acertó a gruñir:
—¡Vete al infierno!
La maquina se inclinó, agarrándolo por la pernera del pantalón. Los dedos se le hundieron en la pierna con una fuerza irresistible. Dorian estaba a punto de estallar en sollozos: la Uzi quedaba a escasos milímetros de sus dedos. El cyborg efectuó un tirón hacia afuera, desgarrándole la piel del tobillo. El dolor le subió por la columna vertebral como un latigazo. Stark arañó el suelo desesperadamente, rompiéndose las uñas, hasta que logró aferrar la culata del arma. El gigante lo arrancó de su refugio y alzó el brazo, dispuesto a aplastarle la cabeza.
—¿Pero qué cojo…?
Implacable, el alemán apretó el gatillo, agotándole el tambor del fusil en plena cara. La máquina saltó despedida hacia atrás, con el cráneo completamente destrozado, y se derrumbó sobre la carretera. Temblando, con los ojos llenos de lágrimas, Stark soltó un suspiro de alivio. Una arcada le recorrió el estómago y lo obligó a vomitar la escasa comida que llevaba en el vientre. Sus secreciones se mezclaron con la sangre y los cristales que cubrían el suelo. Estremecido por las náuseas, se apoyó en la limusina, luchando por recuperar la respiración. El cansancio lo hizo cerrar los ojos durante unos segundos. Una luz de alarma parpadeó en su mente: tenía que salir de allí cuanto antes; si la policía megapolitana lo encontraba junto a aquellos cuerpos inertes lo encerrarían en prisión.
¿Dónde se había metido el teniente Webb? Colérico, Stark maldijo a su superior por haberlo usado como señuelo. Aquel modo de actuar era tan sucio como innoble: ¿se lo había ordenado el comandante Aries o lo hizo por iniciativa propia para adjudicarse el éxito de la operación? Había sido un idiota al confiar en sus oficiales: no pensaba volver a cometer el mismo error nunca más. Involuntariamente, buscó el audioreceptor que llevaba en la oreja derecha. Tal como esperaba, había perdido el aparato; Webb no podía contactarlo aunque quisiera. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que desenfundó la Marakov? Según sus cálculos, cinco minutos como máximo, pero tenía la espantosa impresión de que todo había durado varias horas. Sin pensarlo, revisó las heridas y las magulladuras que laceraban su físico: había perdido varios dientes (tres incisivos, un canino y cuatro molares) y tenía dos costillas (una verdadera y otra falsa) fracturadas. Respirar era una tarea insoportable: el dolor de su caja torácica empeoraba por momentos. El corazón le golpeaba en el pecho con tanta fuerza que prácticamente lo ensordecía. ¿Aquel era el futuro que le esperaba sirviendo a la Schneider? Stark se sentía como una basura: la traición de sus superiores junto al desagrado por lo que había hecho era un pesada losa de plomo sobre su conciencia. Quizá tenía que haber permitido que el cyborg lo hiciera trizas… 
Escuchó el zumbido de un motor y unas luces aparecieron al final de la avenida. Un vehículo indistinto se aproximó hacia su posición a gran velocidad. El alemán apretó la culata de la Uzi, dispuesto a defenderse aunque estuviera en las últimas; había olvidado que no le restaban balas. Un deslizador frenó bruscamente a dos metros de la limusina. De un salto, el teniente Webb se apeó del todoterreno, echando miradas nerviosas a su alrededor. Stark farfulló lleno de odio:
—¡No se atreva a tocarme!
Su superior ignoró su exclamación y aligeró los bolsillos de los muertos en menos de un minuto: la misión era prioritaria en todos los sentidos. Que su subordinado estuviese en las puertas de la muerte apenas tenía importancia. Cuando terminó de hacer limpieza, se aproximó a Stark.    
—Tenemos que largarnos de aquí —gruñó airadamente—. Procure colaborar en la medida de sus posibilidades y no me ponga las cosas difíciles. De lo contrario, dejaré que se las entienda con la policía checa. ¿Queda claro?
Los ojos de Stark eran dos pozos de resentimiento. No le quedaba más remedio que obedecer o nunca tendría la oportunidad de vengarse de Webb. Asintió con aspereza y dejó de revolverse. Su voz fue helada:
—Es usted un bastardo, teniente.
Su superior lo arrastró hacia el jeep.
—Le aseguro que no es el primero que me lo dice, soldado.
El teniente Webb lo arrojó sobre los sillones forrados con poliuretano de la parte trasera y subió a la cabina del conductor. Impertérrito, rodeó el cuerpo inerte del gigante y dejó atrás aquella escena de muerte y destrucción. Al llegar al final de la calle, dobló a la derecha, accediendo a una avenida transversal que se internaba en el casco antiguo de la zona. Viejos edificios y modernos bloques de oficinas destellaron a ambos lados del todoterreno. Stark hizo lo imposible por no perder el conocimiento: tenía que solucionar ciertas cuestiones cuanto antes.
—¿Por qué no acabó con esa maldita máquina?
Su superior lo miró por el panel retrovisor.
—Echo en falta un señor en esa frase, Stark.
El alemán apretó los puños lleno de rabia.
—No pienso acatar el reglamento —afirmó—. Me ha utilizado para cubrirse las espaldas y quiero saber por qué lo ha hecho. Le denunciaré ante el comandante Aries. Me da igual los contactos que tenga en la Corporación. 
Webb pasó por alto la indisciplina de su subordinado.
—Cuando disparó contra los guardaespaldas di por hecho que estaban muertos. —confesó de mala gana—. El expediente del Servicio de Inteligencia no explicaba nada sobre la posibilidad de que uno de ellos fuera un cyborg.
—No me lo creo…
—Me importa un carajo lo que usted crea o deje de creer —gruñó—. Después de liquidar al presidente de la WeyCorp abandoné la posición donde me encontraba para ir a buscarle. Supe que algo iba mal cuando escuché los golpes del combate a través del audioreceptor.
Stark fue cínico:
—Qué casualidad tan inesperada…
—Mejor reserve las energías, soldado. Me irritan sus comentarios y acusaciones. Daré por hecho que aún se encuentra en estado de shock y no mencionaré su insolencia en mi informe.
Stark no pensaba ceder un ápice.
—Podía haber muerto en ese callejón —escupió—. No tenía ningún derecho a ocultarme que pensaba actuar por su cuenta. Era perfectamente capaz de eliminar a mis objetivos. ¿El comandante está al corriente de todo esto?
Su superior se mostró categórico:
—No se haga más preguntas de las necesarias, Stark —acotó—. Aries no confía tanto en usted como para dejarle actuar por su cuenta y riesgo. Al fin y al cabo, es un soldado de primera clase sin experiencia como agente ejecutor. Por ello me ordenaron que le echara un cable para terminar el trabajo. No existe una conspiración en su contra tal como parece imaginar.
Las palabras de su superior le hicieron sentir como un estúpido.
—He de reconocer que es usted una caja de sorpresas —admitió—. Jamás había visto a un ser humano vencer con las manos desnudas a una máquina. Le prometo que le daré una recomendación por su valor durante el servicio. Tómelo como una disculpa por mi parte por haberle fallado en el último momento. 
La generosidad de Webb le dio asco.
—Puede meterse su recomendación donde le quepa, señor.
Su superior lanzó una carcajada.
—Tiene usted cojones, soldado —dijo—. Aries sabe elegir buena materia prima, como de costumbre. ¿Cuándo tiene que presentarse ante la Junta de Oficiales?
Stark se quedó tan sorprendido que le dijo la verdad:
—Dentro de tres semanas.
El teniente Webb asintió, satisfecho.
—Tiene el examen en el bolsillo —reconoció—. Le felicito anticipadamente por su ascenso, cabo.
Su futura promoción no lo afectó en absoluto.
—¿Adónde vamos?
—Al hospital más próximo —aclaró—. No quiero que muera desangrado en la parte trasera de mi jeep. Le esperan noventa días de baja reglamentarios para reflexionar sobre lo que le he dicho. Me estoy jugando el cuello por usted, Stark. Las instrucciones del comandante fueron precisas: en el caso de que cayera en combate debía dejarlo en la escena del crimen. Los medios, dada su falsa identidad, lo hubieran relacionado con la mafia rusa. Nadie sospecharía que la Corporación está involucrada en el asunto y todos contentos. 
Dolía saber que solo era un peón insignificante dentro del tablero. Sus superiores no dejaban ningún detalle al azar; lo hubieran sacrificado sin el menor remordimiento con tal de salvaguardarse las espaldas.  
—¿Y por qué no lo hizo?
—Porque me impresionó su valor, soldado —admitió—. Merece algo mejor que morir a manos de un cyborg de mierda. ¿Me promete que no cometerá ninguna tontería mientras se recupera de sus heridas en el hospital?   
Stark no se molestó en responder. Le dolía demasiado la mandíbula para seguir discutiendo con su superior. Exhausto, cerró los párpados y se deslizó en la negrura de la inconsciencia. Lo último que vio antes de perder el sentido fue el cadáver de Thomas Weyland II sobre la acera bañada por la borrasca. Aunque no hubiera apretado el gatillo, se sentía igualmente culpable; su objetivo no merecía ser aniquilado de un modo tan despiadado para complacer las ambiciones de la Schneider. Para bien o para mal, había dado el primer paso que lo convertiría en el mejor agente ejecutor de la Orden de los Centinelas.
Algo que también lamentaría el resto de su vida.