domingo, febrero 25, 2018

AGENTE EJECUTOR (PRIMERA PARTE)


Nadie puede escapar a su destino, pero tampoco nadie puede quitarnos el valor necesario para afrontarlo.

Poul Anderson

Nunca imaginé que mi primera misión de exterminio sería una basura. La Schneider es una Casa Madre corrupta capaz de cometer las peores atrocidades con tal de conseguir sus objetivos. ¿A qué nivel debo rebajarme para cumplir mi deber? ¿Dónde quedarán mis principios? Odiaría convertirme en un títere sin personalidad; una herramienta al servicio de oscuros intereses corporativos que no alcanzo a comprender.

Dorian Stark   


Corporación Schneider
Cuartel general
Los Ángeles, California
08.30 horas


Molesto, Stark cruzó las piernas. Vestía un ajustado mono gris de la Orden de los Centinelas con el logotipo de la Schneider grabado a la altura del hombro izquierdo y del corazón: el ojo humano impreso sobre la mano metálica. En su rostro afeitado, destellaba una mirada impasible. Deseaba prender un cigarrillo, pero pensó que no sería buena idea reunirse con su superior oliendo a tabaco; era su primera entrevista con el comandante Aries y deseaba causarle una impresión positiva. Al fondo de la estancia, un secretario trabajaba delante de un Hitachi. Apenas le había prestado atención desde su llegada.
«El Cuerpo está repleto de burócratas», meditó, mientras observaba las insignias de sargento con ribetes negros y plateados que llevaba el oficinista en el cuello. «Aquí tenemos a un calientasillas que no verá primera línea jamás».
Comprobó la hora: llevaba cuarenta minutos esperando. Impaciente, se aproximó a los ventanales panorámicos de fibra de vidrio y observó el exterior: Los Ángeles era una mixtura de cenizas en suspensión, rascacielos de acero y cristal, vehículos aéreos y publicidad incesante. La imagen caótica de la megalópolis exacerbó el nerviosismo que experimentaba: por fin habían decidido asignarle una operación de exterminio. A medio kilómetro de distancia, el tránsito matutino se aglomeraba formando nutridas columnas suspendidas en el vacío. Por primera vez en meses, había cesado de llover. La oleada de calor que golpeó la ciudad dejó un balance de quinientos treinta muertos. 
Stark unió las manos detrás de la espalda: se encontraba listo para afrontar lo que hiciera falta. Durante los dos últimos años, en la Academia Militar de Berlín, soportó una dura instrucción, ejercitó su cuerpo y mente hasta límites sobrehumanos, y aprendió a manejar toda clase de armas y vehículos; era la oportunidad de demostrar su valía. Aunque solo fuera un soldado de primera clase, el galón individual que llevaba en el pecho le había costado sudor y sangre. En su fuero interno, le enorgullecía haber sido uno de los pocos cadetes de su promoción que logró graduarse con las máximas notas. Que el comandante en Jefe de la OC hubiese decidido entrevistarle le auguraba un futuro prometedor. El secretario levantó la cabeza y anunció:
—El comandante Aries le está esperando, soldado.
El alemán se mostró correcto: los suboficiales como aquel solían ser bastante puntillosos respecto a la disciplina. Todos los burócratas que se ceñían al reglamento eran idénticos. 
—Gracias, señor.
El oficinista no se molestó en responder. Stark se dirigió al despacho con la espalda erguida. Al llegar, la puerta se deslizó hacia la izquierda, permitiéndole el paso. La atmósfera del interior le erizó el vello de la nuca: de la estancia emanaba una frialdad sin límites. De un rápido vistazo, analizó las paredes forradas con paneles de madera, los muebles de nogal, la vitrina con armas antiguas, los sillones tapizados de cuero negro, la moqueta color ceniza, las amplias persianas de aluminio entornadas; aquel lugar no era agradable en absoluto. Detrás del escritorio, encuadrado por las banderas de Alemania y Estados Unidos, su superior estudiaba una pantalla de veinte pulgadas de un Sony. Aries era un individuo de unos cincuenta años de edad, que vestía traje y corbata, de facciones angulosas y cabello blanco cortado a cepillo. De inmediato, Dorian levantó las defensas. Los rumores del departamento eran ciertos; su superior parecía un bloque de acero. Se cuadró en posición de firmes y exclamó con voz clara y segura:
—Se presenta Dorian Stark, soldado de primera, 4º Batallón, Compañía B, 2º Pelotón de la Orden de los Centinelas, señor.
Aries levantó la vista y señaló una butaca con la cabeza.
—Tome asiento, soldado.
Stark obedeció la orden. Ambos quedaron frente a frente, separados por la enorme mesa de madera y cristal, estudiándose en silencio. Los ojos del comandante —uno gris y otro azul— parecieron atravesarlo. Indiferente, soportó el helado escrutinio con expresión neutra.
—He estado estudiando su expediente —declaró—. Creo que no me equivoco al afirmar que es usted el hombre perfecto para realizar esta misión.
El alemán no hizo comentario alguno. Le impresionaba la riqueza que reinaba en el despacho: su superior tenía que estar muy bien relacionado para permitirse muebles de nogal auténticos. Para ser un oficial intermedio, poseía unos privilegios fuera de lo común.  
—Tengo entendido que fue trasladado a California hace cuatro semanas.
—Sí, señor.
—¿Le ha costado adaptarse?
—No, señor.
Después de aquella charla irrelevante, Aries fue directo al grano; no tenía tiempo que perder con formalidades.
—Queremos eliminar a este individuo. —Su superior giró una fotografía sobre el panel de pantalla táctil deslizante de su escritorio—. ¿Lo conoce usted?
Stark contempló la imagen de alta resolución. Su objetivo era un hombre de raza blanca de edad indeterminada: esmoquin, manos suaves, perilla, cabello con la raya a la izquierda, rostro franco y agradable. El retrato lo habían capturado mientras jugaba en un casino. Metódico, examinó los detalles secundarios de la misma: la atmósfera cargada de humo, hombres vestidos de etiqueta y mujeres con trajes de noche, la mesa de juego atestada de fichas amarillas, las cartas de póker repartidas sobre el tapete verde. Una diminuta arruga de preocupación se le dibujó en la frente: la idea de matar a un ser humano no le gustaba en absoluto. 
—No, mi comandante.
Aries encendió un Winston con un tubo de fósforo. A Stark le sorprendió que su superior realizara aquella muestra de mundanidad: por un momento había pensado que era una máquina. De hecho, dado que las severas normativas antitabaco estaban en todas partes, rompía deliberadamente una ley que la propia Schneider acataba en sus instalaciones. Evidentemente, el comandante no lo invitó a fumar.   
—Lo suponía —declaró exhalando una bocanada de humo—. Imaginaba que no habría tenido tiempo de estudiar los expedientes de los miembros de las Casas Madres americanas.
—Hace días que los espero, señor.
—Están de camino a su apartamento, Stark — La forma en la que pronunció su apellido fue similar a una bofetada en el rostro—. Al igual que la información que voy a transmitirle. Huelga decir que todo lo que hablemos aquí será alto secreto y no puede comentarlo con nadie.
Stark asintió con sequedad. ¿Acaso su superior creía que era imbécil?
—Lo sé, señor.
—Puntualizo este detalle por una razón muy simple: en Los Ángeles no existe la fraternidad que reina en los cuarteles de Europa. Cada miembro de la Corporación es independiente a los demás. Se limita a cumplir su trabajo y no pierde el tiempo con camaraderías innecesarias. ¿Le ha quedado claro?
Aries se equivocaba: aquella hipotética armonía era una quimera; lo sabía por amarga experiencia personal. La Academia Militar de Berlín le pareció una porquería desde el primer minuto y se sintió aliviado cuando decidieron enviarle a Los Ángeles. Perder de vista a aquellos cretinos le causaba una paz de espíritu difícil de describir con palabras. Al alemán le resultaba complicado creer que historias tan absurdas pudieran llegar a los oídos de sus superiores. 
«La Schneider solo quiere ordenancistas de la peor calaña», reflexionó. «Una pandilla de miserables que sean capaces de hacer lo que sea con tal de ser promocionados».
Stark no tenía aquel problema: detestaba a los miembros del departamento y no le interesaba mantener ningún tipo de contacto con ellos, exceptuando a su compañero de habitación: Hugo Müller.
 —Por supuesto, señor.
El comandante tomó una bocanada de aire.
—Su objetivo es Thomas Weyland II —explicó—. Industrias Weyland es una empresa que se encarga de proveer medios de defensa a cualquiera que demande sus servicios. Los miembros de las PMC suelen ser soldados de fortuna que operan para el mejor postor. Son fáciles de contratar y sus honorarios están por debajo de la media de lo que cobraría una corporación profesional. Como sabrá, Bosnia se encuentra en guerra con Yugoslavia desde hace un mes. Nuestro servicio de Inteligencia ha averiguado que la WeyCorp está a punto de cerrar un trato con el Ejército Bosnio-Herzegovino. Este ha sufrido grandes bajas durante las últimas semanas y necesitan refuerzos inmediatos para no perder la ciudad de Sarajevo.
Las imágenes de la guerra invadieron su mente: campos de prisioneros, masacres de civiles, inocentes utilizados como escudos, violaciones a mansalva. A pesar de la ultratecnología y de la colonización del Mundo Exterior, los seres humanos no habían evolucionado en lo más mínimo. En realidad le importaban un comino todas aquellas atrocidades: el cinismo y el descreimiento eran la única baza posible para no sucumbir ante la locura que imperaba en el presente.
—¿Grandes bajas? —repitió Stark—. Creía que las fuerzas armadas bosnias no tenían parangón. La CNN lo afirma casi a diario.
Aries hizo un gesto despectivo con la mano.
—Su Ejército llevaba mucho tiempo sin combatir —repuso—. El cincuenta por ciento de sus efectivos son soldados de reserva, poco y mal adiestrados, que carecen de la preparación necesaria para la guerra de guerrillas. Las calles son un infierno y el Jefe de Estado que está al mando debería haber colgado el uniforme desde hace una década, como mínimo. No es de extrañar que la situación del país sea insostenible.
—Una vieja gloria que cree que la guerra se hace entre caballeros —puntualizó Stark con cierto sarcasmo.
—Efectivamente. A pesar de que el Derecho Internacional considere a las tropas de la WeyCorp combatientes ilegales, no harán nada por impedir que sean contratadas en un corto plazo de tiempo. —Su superior aplastó el cigarro en un cenicero metálico—. Al parecer, nadie recuerda los crímenes de guerra y los consecuentes escándalos que han protagonizado en los medios desde que Thomas Weyland II heredó la empresa de su padre.
Stark enarcó las cejas.
—¿Podría darme más detalles al respecto, señor?
—Le basta con saber que la ONU acusó a la WeyCorp de haber ejecutado civiles en Siria —replicó ácidamente—. Si le interesa ahondar en el tema, le sugiero que se dirija a su oficial inmediato para que lo ponga al día al respecto, ¿entendido? 
Imperturbable, el alemán encajó el exabrupto del comandante: le estaba bien empleado por abrir la boca más de lo necesario. 
—Sí, señor.
Aries señaló la fotografía de su objetivo.
—Weyland se caracteriza por ser una especie de Donald Trump moderno. Filántropo, magnate, inversor, coleccionista de arte. A diferencia de otros empresarios, siempre se ha mantenido en un discreto segundo plano, evitando salir en los medios de comunicación. Sabemos que a pesar de su notable posición social y económica, toma medidas de seguridad mínimas. Nunca ha sufrido un atentado contra su vida y se siente bastante seguro entre sus guardaespaldas. ¿Comprende lo que quiero decir?
Stark mantuvo el rostro inexpresivo: su superior le estaba pidiendo que matara a aquel hombre a sangre fría, ni más ni menos. 
 —Efectivamente, señor.
—Nuestros Técnicos de Información han descubierto que Weyland dará este viernes una cena benéfica en el Castillo de Praga. Su plan consiste en recaudar una importante cantidad de dinero para Greenworld. Como ecologista comprometido, tiene la intención de frenar la deforestación de los antiguos parques nacionales de EE.UU. Afortunadamente, dado que no desea ninguna clase de publicidad, la presencia de los noticiarios será nula. Usted tendrá campo abierto para actuar sin problemas. 
La iluminación de las lámparas de poliuretano de alta densidad que colgaban del techo irradiaban la figura del comandante Aires. Sin saber por qué, Stark sintió cómo una impresión de aborrecimiento le subía por la boca del estómago, haciéndolo sentir incómodo. No se había aislado en la Orden de los Centinelas para aniquilar a nadie: si querían asesinos de élite para cumplir su siniestro trabajo que buscaran en otra parte. No lo reconfortaba ser consciente de que podían manipularlo con tanta facilidad en nombre del deber.
Aries dio por finalizada la conversación:
—Esta noche tomará un vuelo con destino a la República Checa —ordenó—. Tiene el día libre para prepararse para el viaje. Recibirá el resto de la información en el hotel cuando aterrice en Praga. Quedan ciertos pormenores por confirmar y no quiero anticiparme a los hechos. Su futuro en el departamento depende del éxito de esta misión, soldado. No admitiré su fracaso.
Stark intentó controlar la rabia que le inundaba la voz: la idea de ser juzgado por desacato ante un Consejo de Guerra no le preocupaba en absoluto.
—¿Por qué desea ver muerto a Thomas Weyland II, señor?
Su superior frunció los labios en un gesto de contrariedad.
—Para ser un simple soldado de primera clase, hace usted demasiadas preguntas, Stark.  
El alemán ignoró las palabras del comandante.
—Simple curiosidad, señor.
Aries lo despidió fríamente.
—Puede retirarse —dijo—. Le deseo buena suerte.
Sin saberlo, desde aquel preciso momento, su superior se ganó la animadversión de Stark. En el futuro, cada vez que recordara su primera entrevista con el comandante Aries, un puño de náuseas le encogería las entrañas. Por desgracia, no pudo negarse a cumplir las órdenes recibidas; algo de lo que se arrepentiría durante el resto de su existencia. Nunca volvió a mirar su profesión con los mismos ojos.
El odio le había secado la boca. Durante un segundo, la idea de estrangular a Aries con las manos desnudas le resultó tentadora: acabaría con aquel sujeto despiadado e inflexible del cual dependía su destino. Stark se puso en pie echando chispas por los ojos. 
—Gracias, señor.
 
Escuela de Oficiales OC
Módulo 23, 4º Batallón, Compañía B
Los Ángeles, California
19.15 horas


Stark apuró el Marlboro de mercado negro con la mirada perdida en el techo. Llevaba todo el día a oscuras, encerrado en su apartamento, profundamente disgustado consigo mismo. La vivienda asignada por la Schneider era tan pulcra como impersonal: cuarenta metros cuadrados que albergaban una litera, baño, un armario doble, sistema de ventilación, varias sillas metálicas y una estantería. El alemán había pasado toda su vida en alojamientos de aquel tipo: primero en el orfanato, después en la Academia Militar, ahora en la Escuela de Oficiales. Interiormente, se prometió que cuando fuera ascendido, daría la entrada para comprar su propio piso. Estaba cansado de habitar en las instalaciones de la Corporación y tener que relacionarse a diario con sus compañeros e instructores. Odiaba los amplios pasillos blancos e inmaculados, el olor a ozono de las aulas, la monotonía de las jornadas de formación, las voces frías y uniformes de los profesores; todo aquello que lo supeditaba a una carrera militar que había elegido por voluntad propia.
Siempre había creído que cuando le asignaran su primera misión de exterminio, tendría que luchar contra máquinas renegadas que habrían atentado contra los intereses de su casa. En cambio ahora, mientras repasaba los expedientes personales de Thomas Weyland II, proporcionados por el Servicio de Inteligencia, se maldecía por haber sido tan ingenuo. El amplio dossier de cincuenta y ocho páginas no dejaba ningún detalle al azar: dimensiones físicas, fecha y lugar de nacimiento, estudios, número de miembros familiares, historial militar, títulos universitarios, nominaciones y premios por diversas causas ecológicas, hábitos personales, etc. En un apartado anexo, un profundo análisis económico sobre la WeyCorp y su influencia en el mercado de defensa actual. La compañía fundada por el padre de su objetivo podía presumir de rentabilizar los dividendos cotizados en Bolsa. Stark estudió aquella sección a fondo: todas las inversiones efectuadas durante los últimos doce meses habían conseguido un amplio margen de beneficios. Meditabundo, prendió un cigarro y expulsó una espiral de humo por la nariz. Si la intención de la Schneider era hundir financieramente a la competencia tendrían que buscar otro modo de hacerlo: eliminar a su presidente no llevaría a la Weyland a la quiebra. Stark encendió el Fujitsu-Siemens: los dividendos de la WeyCorp estaban en 4’70%; la mejor de todas las empresas dedicadas al mismo ramo.
Desanimado, apagó el equipo. Una mezcla de rabia e impotencia pulsaba todas las fibras de su cuerpo. Le crispaba los nervios ensuciarse las manos de sangre por una causa que no tenía nada que ver con él. ¿Qué clase de futuro le aguardaba trabajando para la Schneider? ¿Acaso querían transformarlo en un agente especializado en exterminar elementos beligerantes? Por primera vez en su vida, se encontraba perdido, sin saber qué hacer. Como de costumbre, su mente calculó los hechos de forma analítica e imparcial. Por una parte, aquella puerca operación podría añadir puntos a su expediente militar. La junta de ascensos la tendría en cuenta a la hora de evaluar su inminente examen de cabo. En cambio, en el otro extremo de la balanza, entraría en una dinámica aborrecible que lo convertiría en todo aquello de lo que nunca había querido formar parte.
Stark soltó un suspiro y enlazó los dedos debajo de la nuca: estaba atrapado en un callejón sin salida y no tenía ninguna posibilidad de salir intacto. Todos los esfuerzos y sacrificios que había hecho para llegar a la Escuela de Oficiales le parecían ahora una pérdida de tiempo. Con cierta repugnancia, estudió el galón de soldado de primera clase que había arrojado sobre la cama al entrar en el apartamento. Irónicamente, durante la entrevista con el comandante Aries, se había enorgullecido de llevar colgando del pecho aquel pedazo de chatarra. Cuando abandonó el despacho, le costó un infierno ignorar la mirada burlona del secretario. Su superior solo había necesitado quince minutos para bajarle los humos y volver a convertirlo en un recluta.
El alemán contempló la maleta abierta delante del armario. La indolencia que lo oprimía lo obligó a posponer la preparación del equipaje. Dadas las circunstancias, bastante había hecho terminando el dossier de su objetivo. No le apetecía tomar un avión con destino a la República Checa; se encontraba demasiado inquieto para actuar con profesionalidad. No entendía por qué le preocupaban las consecuencias morales de sus actos: Weyland era un número que debía ser eliminado de la ecuación; un extraño al que nunca tendría la oportunidad de conocer. Con los ojos entrecerrados, analizó la manera en la que estaba cubriéndose las espaldas para no admitir la realidad: desde que cruzara la línea jamás podría retroceder; Aries no cesaría de encomendarle aquella clase de tareas sucias.
«Eres patético», pensó. «Has permitido que el comandante haga contigo lo que quiera».
Stark se cuestionó si podría actuar fríamente, sin dudas ni contemplaciones, con la seguridad de que los remordimientos de conciencia no desvelaran sus madrugadas. La incertidumbre lo asedió durante unos segundos: ¿qué experimentaría después de apretar el gatillo? Sacudió la cabeza, apartando aquella clase de pensamientos. Era un maldito soldado profesional y debía comportarse tal y como exigía su profesión: al demonio con los dilemas que únicamente le causaban amargura. Tenía un trabajo por hacer y cualquier error, por mínimo que fuera, podría significar su fin. No deseaba morir en manos de los guardaespaldas que acompañaban a su objetivo a todas partes: aquellos mercenarios profesionales le ganaban en años de experiencia en primera línea. Debía valerse de todas sus habilidades y recursos para vencer, o su nombre pasaría a engrosar la lista de los miembros caídos durante el servicio. Con renovados ánimos, Stark comprobó su reloj de pulsera: le restaban dos horas y media antes de que un vehículo oficial pasara a buscarlo para conducirlo a la pista privada que la Corporación poseía en LAX. Una sonrisa mordaz le crispó los labios: su superior se tomaba muchas molestias por «un simple soldado de primera clase que hacía demasiadas preguntas».
Inesperadamente, Hugo Müller pasó al interior de la estancia. Este se detuvo en la entrada, confundido, antes de encender los fluorescentes del techo. Al verle en la parte inferior de la litera, rodeado por su portátil, una caja de tabaco y un cenicero, con el aire acondicionado al máximo, esbozó una mueca irónica. Conocía perfectamente los impredecibles cambios de humor de su compañero: aquella expresión de repugnancia no engañaba a nadie.   
  —¡Tan animado como de costumbre! —exclamó mientras cerraba la puerta del apartamento. Fue directo al grano—. ¿Has conseguido la misión?
Dorian arrastró las palabras:
—¿Tú qué crees?
Su amigo soltó la bolsa de nailon y tomó asiento en una silla de tijera. El enorme y musculoso cuerpo de Müller pareció empequeñecer la delgada fisonomía de Stark. En sus ojos azules brilló una mirada de inquietud.
—¿Tan jodida es?
El alemán le tendió el Fujitsu-Siemens.
—Compruébalo tú mismo.
Hugo colocó el aparato sobre sus rodillas y empezó a leer el expediente que le habían asignado a su camarada. Poco a poco, conforme pasaban los minutos, su rostro se ensombreció. A pesar de las estrictas órdenes de confidencialidad que había recibido, Stark pasó por alto las indicaciones del comandante Aries; no pensaba obedecerlo en minucias como aquella. Müller levantó la mirada de la pantalla, preocupado.
—Aries es un hijo de puta —gruñó—. ¿No tiene a nadie con más experiencia en el departamento?
Stark fue irónico:
—Gracias por tu confianza, Hugo.
Su compañero prendió uno de los cigarrillos del alemán.
—Es una operación de exterminio peligrosa —dijo—. Sabes que deberían enviar a un cabo segundo o a un sargento para realizarla. ¿Alguna vez has matado a alguien?
Dorian no quería confesarle que había asesinado a unos compañeros del orfanato hacía tres años: le era preferible guardar ciertos secretos en silencio.    
—No.
Müller enarcó las cejas con desconfianza: no terminaba de creer la respuesta de Stark. 
—¿Estás seguro?
Este cambió de tema.
—Sé que tengo que enfrentarme a soldados profesionales —admitió—. Aunque no es eso lo que me intranquiliza.
Hugo hizo un gesto de exasperación.
—Estarás solo y sin refuerzos en territorio hostil —dijo de mal humor—. ¿Qué coño te preocupa entonces?
—Thomas Weyland II es un ser humano —repuso—. Yo no me alisté para ser un asesino. ¿Por qué no envían a un cyborg para realizar el trabajo sucio?
Müller lanzó una risa áspera.
—¿Y qué esperabas? —inquirió—. La Schneider es una Casa Madre igual que las demás. Aplastará a quien haga falta para vigilar sus intereses económicos. ¿Crees que a Aries le importa lo más mínimo que tu objetivo sea de carne y hueso?
Stark respondió secamente:
—No.
Hugo dio una calada al Marlboro.
—Nos reclutaron prometiéndonos un plato de comida caliente, un lugar donde dormir, servicios médicos, ropa interior limpia cada tres días, estudios y un futuro lejos de las calles —continuó—. La Corporación necesita huérfanos como nosotros, sin ninguna clase de influencias externas, para formarlos a su antojo. Piensa en todos los voluntarios que se presentaron en Berlín durante nuestra promoción. Pocos, por no decir ninguno, superaron los tests de alistamiento. La Schneider no actúa conmovida por el altruismo, Dorian. Pretende crear soldados devotos y agradecidos que combatan hasta la muerte sin protestar.
El alemán resopló con desprecio:
—Autómatas…
Müller asintió.
—La especialidad que publicita el departamento sobre eliminar máquinas es una patraña —argumentó—. Cuando deseen liquidar a individuos como el presidente de la WeyCorp enviarán a cualquiera de nosotros. Somos el material más barato y fácil de reemplazar del mundo. No confían en los cibernados porque saben que pueden rebelarse en el momento que menos lo esperen. 
Stark se frotó las sienes: llevaba todo el día sin comer y empezaba a palpitarle la cabeza.   
—La Schneider tiene que andar escasa de personal cualificado para asignarme un objetivo tan importante —masculló—. Tú deberías estar en mi lugar.
Hugo señaló los galones de cabo primero que llevaba en las bocamangas de la camisa.
—No digas estupideces —rezongó—. Yo tuve mi oportunidad para ascender a suboficial y la aproveché…
Stark lo interrumpió:
—Tú luchaste contra un batallón de androides —protestó—. ¡No tuviste que eliminar a ninguno de nuestra especie, demonios! ¿Es que no ves la diferencia?
Müller fue estoico:
—Aries ha asumido un enorme riesgo eligiéndote —dijo con lentitud—. Aunque no te guste la idea, debes mostrarte agradecido y apretar los dientes. Sabes que muchos soldados matarían por una oportunidad como esta.
El alemán se encogió de hombros.
—Me importa un bledo.
Su compañero cambió de tono:
—Cuando el rumor llegue al departamento serás la envidia de toda la puñetera compañía —bromeó—. ¡Con lo que te gusta ser el centro de atención!
A Stark no le quedó más remedio que sonreír.
—Me parece genial —dijo con sarcasmo—. Espero que a nadie se le ocurra celebrar una fiesta.
Hugo se mostró burlón:
—Con tu fama de antisocial lo veo complicado —volvió a ponerse serio—. Esta misión es una mierda, Dorian. Eres mi mejor amigo y no quiero que termines en la morgue.
Stark le apretó el hombro lleno de gratitud: suerte que había conocido a Hugo en la Academia mientras pasaban los exámenes finales.
—¿Sabes lo más que me preocupa de todo el asunto?
Su compañero fue irónico:
—Sorpréndeme.
—Que no dejo de preguntarme por qué nuestros superiores quieren exterminar a Weyland.
Müller soltó un bufido:
—¿Es que no resulta obvio?
—¿Obvio? —repitió—. ¿A qué te refieres?
—La Schneider quiere librarse de la competencia para que el Ejército Bosnio-Herzegovino contrate sus servicios. Esos malditos idiotas quieren terminar la guerra que empezaron en el Siglo XX.  Imagina la cantidad de pasta que ganaría la Corporación si nuestros agentes ejecutores entraran en combate. ¡Millones de yendólares, joder!
La revelación lo sacudió como una descarga eléctrica. El alemán se recriminó en silencio por su falta de perspicacia. Se había centrado tanto en los detalles secundarios que los principales pasaron delante sus ojos sin que se diera cuenta. Una punzada le recorrió el corazón: cada vez se sentía más asqueado por la tarea que sus superiores le habían impuesto.
Stark musitó lleno de asco:
—Estupendo.