Nadie puede escapar a su destino, pero
tampoco nadie puede quitarnos el valor necesario para afrontarlo.
Poul Anderson
Nunca
imaginé que mi primera misión de exterminio sería una basura. La Schneider es
una Casa Madre corrupta capaz de cometer las peores atrocidades con tal de
conseguir sus objetivos. ¿A qué nivel debo rebajarme para cumplir mi deber? ¿Dónde
quedarán mis principios? Odiaría convertirme en un títere sin personalidad; una
herramienta al servicio de oscuros intereses corporativos que no alcanzo a
comprender.
Dorian Stark
Corporación Schneider
Cuartel general
Los Ángeles, California
08.30 horas
Molesto, Stark cruzó las piernas. Vestía un ajustado mono
gris de la Orden de los Centinelas con el logotipo de la Schneider grabado a la
altura del hombro izquierdo y del corazón: el ojo humano impreso sobre la mano
metálica. En su rostro afeitado, destellaba una mirada impasible. Deseaba
prender un cigarrillo, pero pensó que no sería buena idea reunirse con su
superior oliendo a tabaco; era su primera entrevista con el comandante Aries y
deseaba causarle una impresión positiva. Al fondo de la estancia, un secretario
trabajaba delante de un Hitachi. Apenas le había prestado atención desde su
llegada.
«El Cuerpo está repleto de burócratas», meditó, mientras
observaba las insignias de sargento con ribetes negros y plateados que llevaba
el oficinista en el cuello. «Aquí tenemos a un calientasillas que no verá
primera línea jamás».
Comprobó la hora: llevaba cuarenta minutos esperando.
Impaciente, se aproximó a los ventanales panorámicos de fibra de vidrio y
observó el exterior: Los Ángeles era una mixtura de cenizas en suspensión,
rascacielos de acero y cristal, vehículos aéreos y publicidad incesante. La
imagen caótica de la megalópolis exacerbó el nerviosismo que experimentaba: por
fin habían decidido asignarle una operación de exterminio. A medio kilómetro de
distancia, el tránsito matutino se aglomeraba formando nutridas columnas
suspendidas en el vacío. Por primera vez en meses, había cesado de llover. La
oleada de calor que golpeó la ciudad dejó un balance de quinientos treinta
muertos.
Stark unió las manos detrás de la espalda: se encontraba listo para afrontar lo que hiciera falta. Durante los dos últimos años, en la Academia Militar de Berlín, soportó una dura instrucción, ejercitó su cuerpo y mente hasta límites sobrehumanos, y aprendió a manejar toda clase de armas y vehículos; era la oportunidad de demostrar su valía. Aunque solo fuera un soldado de primera clase, el galón individual que llevaba en el pecho le había costado sudor y sangre. En su fuero interno, le enorgullecía haber sido uno de los pocos cadetes de su promoción que logró graduarse con las máximas notas. Que el comandante en Jefe de la OC hubiese decidido entrevistarle le auguraba un futuro prometedor. El secretario levantó la cabeza y anunció:
Stark unió las manos detrás de la espalda: se encontraba listo para afrontar lo que hiciera falta. Durante los dos últimos años, en la Academia Militar de Berlín, soportó una dura instrucción, ejercitó su cuerpo y mente hasta límites sobrehumanos, y aprendió a manejar toda clase de armas y vehículos; era la oportunidad de demostrar su valía. Aunque solo fuera un soldado de primera clase, el galón individual que llevaba en el pecho le había costado sudor y sangre. En su fuero interno, le enorgullecía haber sido uno de los pocos cadetes de su promoción que logró graduarse con las máximas notas. Que el comandante en Jefe de la OC hubiese decidido entrevistarle le auguraba un futuro prometedor. El secretario levantó la cabeza y anunció:
—El comandante Aries le está esperando, soldado.
El alemán se mostró correcto: los suboficiales como aquel
solían ser bastante puntillosos respecto a la disciplina. Todos los burócratas
que se ceñían al reglamento eran idénticos.
—Gracias, señor.
El oficinista no se molestó en responder. Stark se dirigió
al despacho con la espalda erguida. Al llegar, la puerta se deslizó hacia la
izquierda, permitiéndole el paso. La atmósfera del interior le erizó el vello
de la nuca: de la estancia emanaba una frialdad sin límites. De un rápido
vistazo, analizó las paredes forradas con paneles de madera, los muebles de
nogal, la vitrina con armas antiguas, los sillones tapizados de cuero negro, la
moqueta color ceniza, las amplias persianas de aluminio entornadas; aquel lugar
no era agradable en absoluto. Detrás del escritorio, encuadrado por las
banderas de Alemania y Estados Unidos, su superior estudiaba una pantalla de
veinte pulgadas de un Sony. Aries era un individuo de unos cincuenta años de
edad, que vestía traje y corbata, de facciones angulosas y cabello blanco
cortado a cepillo. De inmediato, Dorian levantó las defensas. Los rumores del
departamento eran ciertos; su superior parecía un bloque de acero. Se cuadró en
posición de firmes y exclamó con voz clara y segura:
—Se presenta Dorian Stark, soldado de primera, 4º Batallón,
Compañía B, 2º Pelotón de la Orden de los Centinelas, señor.
Aries levantó la vista y señaló una butaca con la cabeza.
—Tome asiento, soldado.
Stark obedeció la orden. Ambos quedaron frente a frente,
separados por la enorme mesa de madera y cristal, estudiándose en silencio. Los
ojos del comandante —uno gris y otro azul— parecieron atravesarlo. Indiferente,
soportó el helado escrutinio con expresión neutra.
—He estado estudiando su expediente —declaró—. Creo que no
me equivoco al afirmar que es usted el hombre perfecto para realizar esta
misión.
El alemán no hizo comentario alguno. Le impresionaba la
riqueza que reinaba en el despacho: su superior tenía que estar muy bien
relacionado para permitirse muebles de nogal auténticos. Para ser un oficial intermedio, poseía unos privilegios fuera de lo
común.
—Tengo entendido que fue trasladado a California hace
cuatro semanas.
—Sí, señor.
—¿Le ha costado adaptarse?
—No,
señor.
Después de aquella charla irrelevante, Aries fue directo al
grano; no tenía tiempo que perder con formalidades.
—Queremos eliminar a este individuo. —Su superior giró una
fotografía sobre el panel de pantalla táctil deslizante de su escritorio—. ¿Lo
conoce usted?
Stark contempló la imagen de alta resolución. Su objetivo
era un hombre de raza blanca de edad indeterminada: esmoquin, manos suaves,
perilla, cabello con la raya a la izquierda, rostro franco y agradable. El
retrato lo habían capturado mientras jugaba en un casino. Metódico, examinó los
detalles secundarios de la misma: la atmósfera cargada de humo, hombres
vestidos de etiqueta y mujeres con trajes de noche, la mesa de juego atestada
de fichas amarillas, las cartas de póker repartidas sobre el tapete verde. Una
diminuta arruga de preocupación se le dibujó en la frente: la idea de matar a
un ser humano no le gustaba en absoluto.
—No, mi comandante.
Aries encendió un Winston con un tubo de fósforo. A Stark
le sorprendió que su superior realizara aquella muestra de mundanidad: por un
momento había pensado que era una máquina. De hecho, dado que las severas
normativas antitabaco estaban en todas partes, rompía deliberadamente
una ley que la propia Schneider acataba en sus instalaciones. Evidentemente, el
comandante no lo invitó a fumar.
—Lo suponía —declaró exhalando una bocanada de humo—.
Imaginaba que no habría tenido tiempo de estudiar los expedientes de los
miembros de las Casas Madres americanas.
—Hace días que los espero, señor.
—Están de camino a su apartamento, Stark — La forma en la
que pronunció su apellido fue similar a una bofetada en el rostro—. Al igual
que la información que voy a transmitirle. Huelga decir que todo lo que
hablemos aquí será alto secreto y no puede comentarlo con nadie.
Stark asintió con sequedad. ¿Acaso su superior creía que
era imbécil?
—Lo sé, señor.
—Puntualizo este detalle por una razón muy simple: en Los
Ángeles no existe la fraternidad que reina en los cuarteles de Europa. Cada
miembro de la Corporación es independiente a los demás. Se limita a cumplir su
trabajo y no pierde el tiempo con camaraderías innecesarias. ¿Le ha quedado
claro?
Aries se equivocaba: aquella hipotética
armonía era una quimera; lo sabía por amarga experiencia personal. La Academia
Militar de Berlín le pareció una porquería desde el primer minuto y se sintió
aliviado cuando decidieron enviarle a Los Ángeles. Perder de vista a aquellos
cretinos le causaba una paz de espíritu difícil de describir con palabras. Al
alemán le resultaba complicado creer que historias tan absurdas pudieran llegar
a los oídos de sus superiores.
«La Schneider solo quiere ordenancistas de la peor calaña»,
reflexionó. «Una pandilla de miserables que sean capaces de hacer lo que sea
con tal de ser promocionados».
Stark no tenía aquel problema: detestaba a los miembros del
departamento y no le interesaba mantener ningún tipo de contacto con ellos,
exceptuando a su compañero de habitación: Hugo Müller.
—Por supuesto,
señor.
El comandante tomó una bocanada de aire.
—Su objetivo es Thomas Weyland II —explicó—. Industrias
Weyland es una empresa que se encarga de proveer medios de defensa a cualquiera
que demande sus servicios. Los miembros de las PMC suelen ser soldados de
fortuna que operan para el mejor postor. Son fáciles de contratar y sus
honorarios están por debajo de la media de lo que cobraría una corporación
profesional. Como sabrá, Bosnia se encuentra en guerra con Yugoslavia desde
hace un mes. Nuestro servicio de Inteligencia ha averiguado que la WeyCorp está
a punto de cerrar un trato con el Ejército Bosnio-Herzegovino. Este ha sufrido
grandes bajas durante las últimas semanas y necesitan refuerzos inmediatos para
no perder la ciudad de Sarajevo.
Las imágenes de la guerra invadieron su mente: campos de
prisioneros, masacres de civiles, inocentes utilizados como escudos, violaciones
a mansalva. A pesar de la ultratecnología y de la colonización del Mundo
Exterior, los seres humanos no habían evolucionado en lo más mínimo. En
realidad le importaban un comino todas aquellas atrocidades: el cinismo y el
descreimiento eran la única baza posible para no sucumbir ante la locura que
imperaba en el presente.
—¿Grandes bajas? —repitió Stark—. Creía que las fuerzas
armadas bosnias no tenían parangón. La CNN lo afirma casi a diario.
Aries hizo un gesto despectivo con la mano.
—Su Ejército llevaba mucho tiempo sin combatir —repuso—. El
cincuenta por ciento de sus efectivos son soldados de reserva, poco y mal
adiestrados, que carecen de la preparación necesaria para la guerra de
guerrillas. Las calles son un infierno y el Jefe de Estado que está al mando
debería haber colgado el uniforme desde hace una década, como mínimo. No es de
extrañar que la situación del país sea insostenible.
—Una vieja gloria que cree que la guerra se hace entre
caballeros —puntualizó Stark con cierto sarcasmo.
—Efectivamente. A pesar de que el Derecho Internacional
considere a las tropas de la WeyCorp combatientes ilegales, no harán nada por
impedir que sean contratadas en un corto plazo de tiempo. —Su superior aplastó
el cigarro en un cenicero metálico—. Al parecer, nadie recuerda los crímenes de
guerra y los consecuentes escándalos que han protagonizado en los medios desde
que Thomas Weyland II heredó la empresa de su padre.
Stark enarcó las cejas.
—¿Podría darme más detalles al respecto, señor?
—Le basta con saber que la ONU acusó a la WeyCorp de haber
ejecutado civiles en Siria —replicó ácidamente—. Si le interesa ahondar en el
tema, le sugiero que se dirija a su oficial inmediato para que lo ponga al día
al respecto, ¿entendido?
Imperturbable, el alemán encajó el exabrupto del comandante: le estaba bien empleado por abrir la boca más de lo necesario.
—Sí, señor.
Aries señaló la fotografía de su objetivo.
—Weyland se caracteriza por ser una especie de Donald Trump
moderno. Filántropo, magnate, inversor, coleccionista de arte. A diferencia de
otros empresarios, siempre se ha mantenido en un discreto segundo plano,
evitando salir en los medios de comunicación. Sabemos que a pesar de su notable
posición social y económica, toma medidas de seguridad mínimas. Nunca ha
sufrido un atentado contra su vida y se siente bastante seguro entre sus
guardaespaldas. ¿Comprende lo que quiero decir?
Stark mantuvo el rostro inexpresivo: su superior le estaba
pidiendo que matara a aquel hombre a sangre fría, ni más ni menos.
—Efectivamente,
señor.
—Nuestros Técnicos de Información han descubierto que
Weyland dará este viernes una cena benéfica en el Castillo de Praga. Su plan
consiste en recaudar una importante cantidad de dinero para Greenworld. Como ecologista
comprometido, tiene la intención de frenar la deforestación de los antiguos
parques nacionales de EE.UU. Afortunadamente, dado que no desea ninguna clase
de publicidad, la presencia de los noticiarios será nula. Usted tendrá campo
abierto para actuar sin problemas.
La iluminación de las lámparas de poliuretano de alta densidad
que colgaban del techo irradiaban la figura del comandante Aires. Sin saber por
qué, Stark sintió cómo una impresión de aborrecimiento le subía por la boca del
estómago, haciéndolo sentir incómodo. No se había aislado en la Orden de los
Centinelas para aniquilar a nadie: si querían asesinos de élite para cumplir su
siniestro trabajo que buscaran en otra parte. No lo reconfortaba ser
consciente de que podían manipularlo con tanta facilidad en nombre del deber.
Aries dio por finalizada la conversación:
—Esta noche tomará un vuelo con destino a la República
Checa —ordenó—. Tiene el día libre para prepararse para el viaje. Recibirá el
resto de la información en el hotel cuando aterrice en Praga. Quedan ciertos
pormenores por confirmar y no quiero anticiparme a los hechos. Su futuro en el
departamento depende del éxito de esta misión, soldado. No admitiré su fracaso.
Stark
intentó controlar la rabia que le inundaba la voz: la idea de ser juzgado por
desacato ante un Consejo de Guerra no le preocupaba en absoluto.
—¿Por qué
desea ver muerto a Thomas Weyland II, señor?
Su superior
frunció los labios en un gesto de contrariedad.
—Para ser un simple soldado de primera clase, hace usted
demasiadas preguntas, Stark.
El alemán ignoró las palabras del comandante.
—Simple curiosidad, señor.
Aries lo despidió fríamente.
—Puede retirarse —dijo—. Le deseo buena suerte.
Sin saberlo, desde aquel preciso momento, su superior se
ganó la animadversión de Stark. En el futuro, cada vez que recordara su primera
entrevista con el comandante Aries, un puño de náuseas le encogería las
entrañas. Por desgracia, no pudo negarse a cumplir las órdenes recibidas; algo
de lo que se arrepentiría durante el resto de su existencia. Nunca
volvió a mirar su profesión con los mismos ojos.
El odio le había secado la boca. Durante un segundo, la
idea de estrangular a Aries con las manos desnudas le resultó tentadora:
acabaría con aquel sujeto despiadado e inflexible del cual dependía su destino.
Stark se puso en pie echando chispas por los ojos.
—Gracias, señor.
Escuela de Oficiales OC
Módulo 23, 4º Batallón, Compañía B
Los Ángeles, California
19.15 horas
Stark apuró el Marlboro de mercado negro con la mirada
perdida en el techo. Llevaba todo el día a oscuras, encerrado en su
apartamento, profundamente disgustado consigo mismo. La vivienda asignada por
la Schneider era tan pulcra como impersonal: cuarenta metros cuadrados que
albergaban una litera, baño, un armario doble, sistema de ventilación, varias
sillas metálicas y una estantería. El alemán había pasado toda su vida en
alojamientos de aquel tipo: primero en el orfanato, después en la Academia
Militar, ahora en la Escuela de Oficiales. Interiormente, se prometió que
cuando fuera ascendido, daría la entrada para comprar su propio piso. Estaba
cansado de habitar en las instalaciones de la Corporación y tener que
relacionarse a diario con sus compañeros e instructores. Odiaba los amplios
pasillos blancos e inmaculados, el olor a ozono de las aulas, la monotonía de las
jornadas de formación, las voces frías y uniformes de los profesores; todo
aquello que lo supeditaba a una carrera militar que había elegido por voluntad
propia.
Siempre había creído que cuando le asignaran su primera
misión de exterminio, tendría que luchar contra máquinas renegadas que habrían
atentado contra los intereses de su casa. En cambio ahora, mientras repasaba
los expedientes personales de Thomas Weyland II, proporcionados por el Servicio
de Inteligencia, se maldecía por haber sido tan ingenuo. El amplio dossier de
cincuenta y ocho páginas no dejaba ningún detalle al azar: dimensiones físicas,
fecha y lugar de nacimiento, estudios, número de
miembros familiares, historial militar, títulos universitarios, nominaciones y premios por diversas causas ecológicas,
hábitos personales, etc. En un apartado anexo, un profundo análisis económico
sobre la WeyCorp y su influencia en el mercado de defensa actual. La compañía
fundada por el padre de su objetivo podía presumir de rentabilizar los
dividendos cotizados en Bolsa. Stark estudió aquella sección a fondo: todas las
inversiones efectuadas durante los últimos doce meses habían conseguido un
amplio margen de beneficios. Meditabundo, prendió un cigarro y expulsó una
espiral de humo por la nariz. Si la intención de la Schneider era hundir
financieramente a la competencia tendrían que buscar otro modo de hacerlo:
eliminar a su presidente no llevaría a la Weyland a la quiebra. Stark encendió
el Fujitsu-Siemens: los dividendos de la WeyCorp estaban en
4’70%; la mejor de todas las empresas dedicadas al mismo ramo.
Desanimado, apagó el equipo. Una mezcla de rabia e
impotencia pulsaba todas las fibras de su cuerpo. Le crispaba los nervios
ensuciarse las manos de sangre por una causa que no tenía nada que ver con él.
¿Qué clase de futuro le aguardaba trabajando para la Schneider? ¿Acaso querían
transformarlo en un agente especializado en exterminar elementos beligerantes?
Por primera vez en su vida, se encontraba perdido, sin saber qué hacer. Como de
costumbre, su mente calculó los hechos de forma analítica e imparcial. Por una
parte, aquella puerca operación podría añadir puntos a su expediente militar.
La junta de ascensos la tendría en cuenta a la hora de evaluar su inminente
examen de cabo. En cambio, en el otro extremo de la balanza, entraría en una
dinámica aborrecible que lo convertiría en todo aquello de lo que nunca había
querido formar parte.
Stark soltó un suspiro y enlazó los dedos debajo de la
nuca: estaba atrapado en un callejón sin salida y no tenía ninguna posibilidad
de salir intacto. Todos los esfuerzos y sacrificios que había hecho para llegar
a la Escuela de Oficiales le parecían ahora una pérdida de tiempo. Con cierta
repugnancia, estudió el galón de soldado de primera clase que había arrojado
sobre la cama al entrar en el apartamento. Irónicamente, durante la entrevista
con el comandante Aries, se había enorgullecido de llevar colgando del pecho
aquel pedazo de chatarra. Cuando abandonó el despacho, le costó un infierno
ignorar la mirada burlona del secretario. Su superior solo había necesitado
quince minutos para bajarle los humos y volver a convertirlo en un recluta.
El alemán contempló la maleta abierta delante del armario.
La indolencia que lo oprimía lo obligó a posponer la preparación del equipaje. Dadas las circunstancias, bastante había hecho terminando el dossier
de su objetivo. No le apetecía tomar un avión con destino a la República Checa;
se encontraba demasiado inquieto para actuar con profesionalidad. No entendía por
qué le preocupaban las consecuencias morales de sus actos: Weyland era un
número que debía ser eliminado de la ecuación; un extraño al que nunca tendría
la oportunidad de conocer. Con los ojos entrecerrados, analizó la manera en la
que estaba cubriéndose las espaldas para no admitir la realidad: desde que
cruzara la línea jamás podría retroceder; Aries no cesaría de encomendarle
aquella clase de tareas sucias.
«Eres patético», pensó. «Has permitido que el comandante
haga contigo lo que quiera».
Stark se cuestionó si podría actuar fríamente, sin dudas ni
contemplaciones, con la seguridad de que los remordimientos de conciencia no
desvelaran sus madrugadas. La incertidumbre lo asedió durante unos segundos:
¿qué experimentaría después de apretar el gatillo? Sacudió la cabeza, apartando
aquella clase de pensamientos. Era un maldito soldado
profesional y debía comportarse tal y como exigía su profesión: al demonio con los dilemas que únicamente le causaban amargura. Tenía un trabajo por hacer
y cualquier error, por mínimo que fuera, podría significar su fin. No deseaba
morir en manos de los guardaespaldas que acompañaban a su objetivo a todas
partes: aquellos mercenarios profesionales le ganaban en años de experiencia en
primera línea. Debía valerse de todas sus habilidades y recursos para vencer, o
su nombre pasaría a engrosar la lista de los miembros caídos durante el
servicio. Con renovados ánimos, Stark comprobó su reloj de pulsera: le restaban
dos horas y media antes de que un vehículo oficial pasara a buscarlo para
conducirlo a la pista privada que la Corporación poseía en LAX. Una sonrisa
mordaz le crispó los labios: su superior se tomaba muchas molestias por «un
simple soldado de primera clase que hacía demasiadas preguntas».
Inesperadamente, Hugo Müller pasó al interior de la
estancia. Este se detuvo en la entrada, confundido, antes de encender los
fluorescentes del techo. Al verle en la parte inferior de la litera, rodeado
por su portátil, una caja de tabaco y un cenicero, con el aire acondicionado al
máximo, esbozó una mueca irónica. Conocía perfectamente los impredecibles
cambios de humor de su compañero: aquella expresión de repugnancia no engañaba
a nadie.
—¡Tan animado como
de costumbre! —exclamó mientras cerraba la puerta del apartamento. Fue directo al grano—. ¿Has
conseguido la misión?
Dorian arrastró las palabras:
—¿Tú qué crees?
Su amigo soltó la bolsa de nailon y tomó asiento en una
silla de tijera. El enorme y musculoso cuerpo de Müller pareció empequeñecer la
delgada fisonomía de Stark. En sus ojos azules brilló una mirada de inquietud.
—¿Tan jodida es?
El alemán le tendió el Fujitsu-Siemens.
—Compruébalo tú mismo.
Hugo colocó el aparato sobre sus rodillas y empezó a leer
el expediente que le habían asignado a su camarada. Poco a poco, conforme
pasaban los minutos, su rostro se ensombreció. A pesar de las estrictas órdenes
de confidencialidad que había recibido, Stark pasó por alto las indicaciones
del comandante Aries; no pensaba obedecerlo en minucias como aquella. Müller
levantó la mirada de la pantalla, preocupado.
—Aries es un hijo de puta —gruñó—. ¿No tiene a nadie con
más experiencia en el departamento?
Stark fue irónico:
—Gracias por tu confianza, Hugo.
Su compañero prendió uno de los cigarrillos del alemán.
—Es una operación de exterminio peligrosa —dijo—. Sabes que
deberían enviar a un cabo segundo o a un sargento para realizarla. ¿Alguna vez
has matado a alguien?
Dorian no quería confesarle que había asesinado a unos
compañeros del orfanato hacía tres años: le era preferible guardar ciertos
secretos en silencio.
—No.
Müller enarcó las cejas con desconfianza: no terminaba de
creer la respuesta de Stark.
—¿Estás seguro?
Este cambió de tema.
—Sé que tengo que enfrentarme a soldados profesionales
—admitió—. Aunque no es eso lo que me intranquiliza.
Hugo hizo un gesto de exasperación.
—Estarás solo y sin refuerzos en territorio hostil —dijo de
mal humor—. ¿Qué coño te preocupa entonces?
—Thomas Weyland II es un ser humano —repuso—. Yo no me
alisté para ser un asesino. ¿Por qué no envían a un cyborg para realizar el trabajo sucio?
Müller lanzó una risa áspera.
—¿Y qué esperabas? —inquirió—. La Schneider es una Casa
Madre igual que las demás. Aplastará a quien haga falta para vigilar sus
intereses económicos. ¿Crees que a Aries le importa lo más mínimo que tu
objetivo sea de carne y hueso?
Stark respondió secamente:
—No.
Hugo dio una calada al Marlboro.
—Nos reclutaron prometiéndonos un plato de comida caliente,
un lugar donde dormir, servicios médicos, ropa interior limpia cada tres días,
estudios y un futuro lejos de las calles —continuó—. La Corporación necesita
huérfanos como nosotros, sin ninguna clase de influencias externas, para
formarlos a su antojo. Piensa en todos los voluntarios que se presentaron en
Berlín durante nuestra promoción. Pocos, por no decir ninguno, superaron los
tests de alistamiento. La Schneider no actúa conmovida por el altruismo,
Dorian. Pretende crear soldados devotos y agradecidos que combatan hasta la
muerte sin protestar.
El alemán resopló con desprecio:
—Autómatas…
Müller asintió.
—La especialidad que publicita el departamento sobre
eliminar máquinas es una patraña —argumentó—. Cuando deseen liquidar a
individuos como el presidente de la WeyCorp enviarán a cualquiera de nosotros.
Somos el material más barato y fácil de reemplazar del mundo. No confían en los
cibernados porque saben que pueden
rebelarse en el momento que menos lo esperen.
Stark se frotó las sienes: llevaba todo el día sin comer y
empezaba a palpitarle la cabeza.
—La Schneider tiene que andar escasa de personal
cualificado para asignarme un objetivo tan importante —masculló—. Tú deberías
estar en mi lugar.
Hugo señaló los galones de cabo primero que llevaba en las
bocamangas de la camisa.
—No digas estupideces —rezongó—. Yo tuve mi oportunidad
para ascender a suboficial y la aproveché…
Stark lo interrumpió:
—Tú luchaste contra un batallón de androides —protestó—.
¡No tuviste que eliminar a ninguno de nuestra especie, demonios! ¿Es que no ves
la diferencia?
Müller fue estoico:
—Aries ha asumido un enorme riesgo eligiéndote —dijo con
lentitud—. Aunque no te guste la idea, debes mostrarte agradecido y apretar los
dientes. Sabes que muchos soldados matarían por una oportunidad como esta.
El alemán se encogió de hombros.
—Me importa un bledo.
Su compañero cambió de tono:
—Cuando el rumor llegue al departamento serás la envidia de
toda la puñetera compañía —bromeó—. ¡Con lo que te gusta ser el centro de
atención!
A Stark no le quedó más remedio que sonreír.
—Me parece genial —dijo con sarcasmo—. Espero que a nadie
se le ocurra celebrar una fiesta.
Hugo se mostró burlón:
—Con tu fama de antisocial lo veo complicado —volvió a
ponerse serio—. Esta misión es una mierda, Dorian. Eres mi mejor amigo y no
quiero que termines en la morgue.
Stark le apretó el hombro lleno de gratitud: suerte que
había conocido a Hugo en la Academia mientras pasaban los exámenes
finales.
—¿Sabes lo más que me preocupa de todo el asunto?
Su compañero fue irónico:
—Sorpréndeme.
—Que no dejo de preguntarme por qué nuestros superiores
quieren exterminar a Weyland.
Müller soltó un bufido:
—¿Es que no resulta obvio?
—¿Obvio? —repitió—. ¿A qué te refieres?
—La Schneider quiere librarse de la competencia para que el
Ejército Bosnio-Herzegovino contrate sus servicios. Esos malditos idiotas
quieren terminar la guerra que empezaron en el Siglo XX. Imagina la cantidad de pasta que ganaría la
Corporación si nuestros agentes ejecutores entraran en combate. ¡Millones de
yendólares, joder!
La revelación lo sacudió como una descarga eléctrica. El
alemán se recriminó en silencio por su falta de perspicacia. Se había centrado
tanto en los detalles secundarios que los principales pasaron delante sus ojos
sin que se diera cuenta. Una punzada le recorrió el corazón: cada vez se sentía
más asqueado por la tarea que sus superiores le habían impuesto.
Stark musitó lleno de asco:
—Estupendo.