viernes, abril 13, 2018

“EL SEÑOR DE LA MUERTE Y OTROS CASOS DE STEVE HARRISON”, DE ROBERT E. HOWARD


Steve Harrison, corpulento y sombrío, incongruente ante las porcelanas y la delicada fragilidad de los jades de oriente apilados en la pequeña tienda, apoyó la recia mandíbula en su puño, que asemejaba un martillo. Observó a su anfitrión con una fascinación personal, mientras que el viejo chino se dirigía arrastrando los pies hacia una jaula de bambú.

A principios de los años treinta el único modo que tenían los escritores de ganarse la vida era participando en revistas pulp. En el caso de Robert E. Howard (padre de la fantasía heroica popularmente conocido por su personaje Conan el Cimmerio), las historias policíacas no eran de su agrado. De hecho, no le quedó más remedio que incursionar en el género por pura necesidad económica: su madre se encontraba enferma y los pagos de Weird Tales siempre llegaban con retraso. Tal como el mismo autor reconoció en sus cartas: «Ya he abandonado de forma casi definitiva el campo detectivesco, en el que hasta ahora no he logrado publicar nada, y que representa un tipo de historia que, en realidad, detesto. Me resulta difícil incluso leer los cuentos de esa clase, y ya no digamos escribirlos». Por norma, sus personajes se abrían paso a través de las páginas gracias a la acción, las tramas sesudas y rebuscadas no encajaban con el estilo del texano. Las revistas de aventuras, westerns, boxeo y detectives copaban el mercado y pagaban mejor; no le quedó otra alternativa que llevar el género policial a su terreno.

Steve Harrison es el típico personaje howardiano: duro, parco en palabras, un lobo solitario al que le gusta ir por libre y no rendir explicaciones a sus superiores. Al igual que Solomon Kane, el detective es un justiciero: el crimen nunca conoce descanso y pocos hombres tienen el valor suficiente para plantarle cara. Musculoso, fuerte como un toro y con puños de hierro, Harrison deambula por los callejones del Distrito Oriental entre fumaderos de opio, avenidas lluviosas, clubs nocturnos, muelles cubiertos de niebla y almacenes siniestros. En River Street habita lo peor del género humano: estranguladores mongoles, lanzadores de hachas, crueles “celestes” enemigos del hombre blanco. Criminales capaces de realizar las peores atrocidades: tráfico de droga, sobornos, fraudes, prostitución, robos y asesinatos.

Como toda buena trama de “peligro amarillo” popularizada por Fu-Manchú de Sax Rohmer, Harrison se encuentra con Erlik Khan —un genio del crimen cuya reputación es legendaria, controla el mundo de los bajos fondos desde las sombras y su mero nombre provoca terror en el corazón de los malhechores— que aspira a dominar el mundo. Aquel tipo de historias causaban sensación entre los lectores de la época. Ah Sing de John Charles Beecham, Fing-Su de Edgar Wallace, Iskander de Jack Williamson, el Mandarín de Stan Lee en los cómics de la Marvel; todos bebieron de la misma fuente. Era necesario un archienemigo que el héroe pudiera vencer utilizando los recursos disponibles a su alcance.

Pese a realizar concesiones, Howard no deseaba copiar el estilo de intriga criminal de otros autores. Tal como sucedió en las historias protagonizadas por Francis Xavier Gordon ("El Borak"), Kirby O’Donnell, Wild Bill Clanton o el marinero Dennis Dorgan, los relatos del detective poseen una fuerte ambientación exótica. Entre santuarios ruinosos y mazmorras con los suelos manchados de sangre, Harrison lucha en inferioridad de condiciones contra docenas de enemigos. Dominado por una furia berserker, portando un hacha de descomunal tamaño, no duda en aniquilar a sus rivales para sobrevivir. La violencia desenfrenada prevalece sobre todo lo demás:

… Ambos eran mudos. No se lanzó a la desesperada, como hiciera su compañero, pero su cautela le sirvió de poco cuando Harrison volvió a tajar con su hacha goteante. Mientras el mongol alzaba el brazo izquierdo, el filo curvo se incrustó entre los músculos y los huesos, dejando el miembro casi amputado, colgando tan solo de una breve tira de carne. El torturador saltó hacia él como si fuera una pantera moribunda, hundiendo su cuchillo con la furia de la desesperación, mientras la ensangrentada hacha volvía a descender. La punta del cuchillo rasgó la camisa de Harrison, arañándole la carne del pecho. Mientras retrocedía de forma involuntaria, hizo girar el hacha y, con un golpe plano, quebró el cráneo del mongol como si fuera una cáscara de huevo.

Aunque los relatos de Steve Harrison no puedan ser considerados entre lo más destacable de la nutrida producción literaria del autor, son sencillos de leer y terriblemente entretenidos. No existe un momento de respiro, los aliados escasean y la muerte acecha detrás de cada esquina del Barrio Chino. De las cinco historias de El señor de la muerte y otros casos de Steve Harrison (Los libros de Barsoom, 2009), solo logró vender “Los nombres del libro negro” a Super-Detective Stories (mayo de 1934). El resto —“El tacón de plata”, “El señor de la muerte”, “El misterio del caserón Tannernoe” y “La luna negra”—, aparecerían décadas después de su fallecimiento en diversos fanzines y antologías.

La irrupción en el mercado de la trilogía de El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien logró que Howard pasara a ser un desconocido escritor pulp a una estrella del género de la fantasía heroica. Lugar que, a todas luces, siempre le perteneció por derecho. Durante muchos años los editores solo dieron importancia a sus relatos de espada y brujería (Conan, Solomon Kane, Kull, Bran Mak Morn), menospreciando el resto de su trabajo a favor de los dividendos. Grandes personajes como Steve Costigan, Breckinridge Elkins, Cormac Mac Art, James Alison, Sonora Kid o el propio Harrison, jamás habían visto la luz en España hasta tiempos recientes. Para los completistas, disfrutar de uno de los personajes más ignotos del maestro, tal como fue escrito y sin “colaboraciones póstumas”, significa un placer.